viernes, 16 de febrero de 2018

Tres anuncios para un crimen (Three Billboard Outside Ebbing, Missouri, Martin McDonaugh, 2017)

Pueblo chico, carteles grandes 


La “América profunda" suele ser abordada desde el cine dominante no sin ciertos prejuicios; allí, en los pequeños poblados y en las vastas zonas rurales de los estados de Nebraska, Texas, Missouri, Alabama y el sur en general, es donde habitan quienes son nombrados asiduamente como rednecks, y, más al este, como hillbillies. Estadounidenses también llamados despectivamente white trash, carentes de cultura, a menudo conservadores y xenófobos. En la serie Orange is the New Black son una tribu urbana más dentro de la cárcel: así como están los grupos o pandillas de negras y de latinas, coexisten también muchachas de dentadura escasa, con fuerte acento rural, carentes de modales, adictas al crack y a la metanfetamina. Al parecer, un correlato más o menos fiel de una realidad existente en muchas prisiones estadounidenses. 
Con pocos matices, este estereotipo es constante en el cine independiente estadounidense, y las incursiones en su terreno por lo general son terriblemente tétricas (Deliverance, la serie True Detective), cuando no directamente terroríficas (The Texas Chainsaw Massacre, Winter’s Bone). Pero a veces son entrañables, como las recientes Nebraska, American Honey, The Florida Project y la brillante Sin nada que perder. Cercana en tonalidad y en estética a estas últimas, Tres anuncios por un crimen gira en torno a Ebbing, pueblo ficticio ubicado en una parte indefinida del estado de Missouri y lo que allí sucedió. 
El comienzo se agradece: es abrupto y se ahorra un asesinato con violación y los preámbulos de una investigación infructuosa. La película arranca cuando ya pasaron siete meses de los horribles acontecimientos que conmocionaron al pueblo, pero el dolor aún se encuentra instalado. La madre de la chica asesinada (Frances McDormand) contrata el espacio de tres carteles en las afueras del pueblo, justo en el medio del camino que el sheriff Willoughby (Woody Harrelson) debe tomar para volver a su casa luego del trabajo. En ellos lo increpa con nombre y apellido y con letras gigantes, denunciando la ineficacia de las investigaciones. Como era de esperarse, la protagonista logra su propósito: convocar a la prensa y revivir un crimen que ya comenzaba a ser olvidado. 
Lo mejor de todo reside en el trazado de los tres personajes principales. Ella, terca como una mula y dispuesta a cualquier cosa con tal de dar con el asesino de su hija; Dixon (Sam Rockwell, brillante), un policía racista e indisimuladamente estúpido que le tiene aversión desde el comienzo –y que es quien se acerca más al estereotipo white trash–, y el mismo sheriff Willoughby, quien, paradójicamente, además de ser el supuesto responsable de la inoperancia policial, es el personaje más querible del cuadro. La dinámica tiene su interés: en un pueblo pequeño todos se conocen y saben sus historias al dedillo, y esta película expone con acierto esa cercanía comunicativa entre los personajes, aun cuando parecieran odiarse.
Similar en estética y en tono a la notable Sin nada que perder, de David Mackenzie, aunque sin llegar a la altura de esta última, alterna notablemente el buen humor con el drama más recargado. El director británico Martin McDonagh ya lo había hecho en películas como Siete psicópatas y Escondidos en Brujas, pero aquí pule su estilo aun más, agregándole mayor carga existencial. El final, abierto y sobresaliente, es de esos que dejan al espectador con una gran duda. Quedan instaladas algunas ideas difusas sobre el dolor, las revanchas irreflexivas, las espirales de violencia y la justicia por mano propia, pero tanto conclusiones como moralejas quedan reservadas para la platea.

Publicado en Brecha el 14/2/2017.

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