martes, 20 de febrero de 2018

Victoria (Justine Triet, 2016)

En la cama con nadie 


Fue un éxito de taquilla en Francia, pero aquí pasó casi desapercibida, y los distribuidores que traducen los títulos con propósitos comerciales no le han hecho precisamente un favor. Pero aún con una cartelera repleta de películas oscarizables, Victoria (nos resistimos a utilizar el título rioplatense) es, de lejos, la mejor opción. Un cine agudo y encantador como pocos, que supone además un formidable retrato de la vida de muchas profesionales en el mundo actual. 

Primero lo primero: la película en su idioma original se llama Victoria, en referencia al nombre de su protagonista. Algo conciso, que no requería de traducción alguna. Sin embargo, es sumamente curioso que se haya distribuido a nivel internacional con el poco atinado En la cama con Victoria, y que el Río de la Plata sea la única región del mundo en que esta película se conozca y figure en carteleras con el aún más ridículo Victoria y el sexo, un intento evidente de explotación comercial, por el que al espectador se le pasa gato por liebre, y se lo predispone para algo que no va a ver. 
Precisamente, si de algo se queja la protagonista varias veces a lo largo del relato es de su carencia de actividad sexual y de sus autolimitaciones en ese sentido. Sería más atinado un “Victoria y la ausencia de sexo”, aunque también sería poco pertinente. El sexo está muy lejos de ser central en esta película, y de hecho, es sólo otro elemento más de los que componen la frustrante y atribulada vida de la protagonista, una abogada que se la pasa trabajando, alternando la crianza de sus hijas pequeñas con su desempeño en tribunales y, de vez en cuando y en sus escasos tiempos libres, teniendo citas con hombres, aunque ella sienta y admita que está sufriendo una progresiva pérdida de la libido. En el período que la película abarca, que probablemente se extienda por el lapso de un año, Victoria tiene relaciones sexuales con dos personas, y sólo hay una breve escena de sexo, cerca de la mitad del metraje. Reducir la película y, por consiguiente, la aproximación a la vida de Victoria en torno a los sexual es absurdo; de hecho, en España le impusieron un mucho más acertado Los casos de Victoria. Pero, además, cualquier traducción que no se limite a transcribir el nombre anula la polisemia (obvia, para los hispanohablantes) de que el título pueda referir también a una “victoria”, en tribunales u otros aspectos de la vida. 

Relato de nuestros tiempos. En la propuesta no hay, a priori, nada sorprendente a nivel estético. Se trata de una película de un humor inteligente, muy bien actuada y con un vuelo particular para exhibir situaciones cotidianas y coloquiales; es decir, nada que escape demasiado al promedio de las comedias francesas. Victoria Spick (Virginie Efira) es una madre divorciada, una abogada autónoma, que vive en un apartamento junto a sus dos hijas pequeñas. Un día, su amigo Vincent (Melvil Poupard) le ruega que lo defienda, ya que está siendo denunciado por abuso sexual por su esposa. Más allá de las dudas originales de si Vincent lo hizo o no, Victoria entiende que es difícil defender a un cliente con el que tiene un vínculo de amistad y, por lo tanto, por alguien con quien se encuentra emocionalmente involucrada. Luego de repetidos ruegos es persuadida de hacerlo, pero descubre que puede ser un asunto sumamente riesgoso para su profesión. Paralelamente, el exmarido de Victoria, escritor, comienza a volverse exitoso dentro de su círculo por publicar en su blog historias “de ficción” que refieren a ella con nombre y apellido, y donde cuenta explícitamente datos de su actividad profesional, su supuesta falta de ética y otros cuantos aspectos de su vida privada. Victoria decide denunciarlo por difamación. 
El departamento de la protagonista es un desastre de juguetes, ropa de niños, libros, papeles y carpetas. Y es que Victoria incluso concertará citas amorosas en su mismo dormitorio, ya que no cuenta con otro espacio ni tiempo para salir. Así, se exhibe notablemente como su vida profesional y su vida privada se entremezclan constantemente, precisamente porque no tiene otra opción. De hecho, ella alcanzará el cenit de su crisis existencial al descubrir que detalles íntimos son leídos en encuentros literarios, publicados en la web, más adelante hasta discutidos a viva voz en los tribunales. 
En este período de grandes complicaciones, lo único que parece ser un alivio en la vida de la magistrada es Samuel (Vincent Lacoste) un ex dealer que comienza a cuidar de sus hijas y a asistirla en su trabajo. Lacoste vendría a ser el reverso masculino del paradigma de la joven ama de casa/secretaria ejecutiva que asiste a su marido profesional en prácticamente todos los aspectos de su vida. Mientras Victoria sale a trabajar y a ganarse el pan, Vincent queda poniendo orden en la casa; un cambio poco y nada visto en el cine, pero cada vez más presente en las sociedades modernas. 


Feminismo de verdad, incorrecciones varias. Cuando se habla de la necesidad de más presencias femeninas tras las cámaras se señala, entre otras cosas, la importancia de la existencia de esta clase de películas: abordajes que muestran su universo propio, en los que no se idealiza ni victimiza a las protagonistas, sino que se ocupan de mostrarlas en toda su complejidad, con sus fortalezas y debilidades, sus contradicciones e imperfecciones. Victoria está abocada a la titánica tarea de hacerse cargo de su familia y al mismo tiempo de desenvolverse profesionalmente a la perfección, compitiendo en un mundo de hombres dispuesto a juzgarla constantemente; el ansiado “empoderamiento” femenino, lejos de haberle facilitado la vida, parecería complicársela. Pero si bien es cierto que vive estresada y debe atender obligaciones que a menudo le exceden, no es presentada como una mártir. Como le dice a una interlocutora que la acusa de misoginia en un momento clave: “Lo misógino es pensar que las mujeres son víctimas por naturaleza.” 
Pero uno de los aspectos más llamativos y sobresalientes de esta película es su capacidad de correrse de los lugares comunes, pisando siempre la incorrección política: justo los dos casos que ocupan a la protagonista son abordados desde costados impensables. En el juicio por abuso sexual defiende al supuesto abusador, y en el de libertad de expresión de su ex escritor, es ella la denunciante. La inmensa mayoría de las películas se abocarían a este tipo de causas desde la perspectiva inversa: la opinión pública suele asumir automáticamente y a priori una posición defensiva en los casos de censura y una ofensiva contra los supuestos perpetradores de abusos sexuales, pero esta película decide elegir justamente la posición más difícil, mostrando, como sólo puede hacerlo el cine, que las generalizaciones para este tipo de situaciones suelen ser muy desafortunadas, que a veces víctimas y victimarios se encuentran en el lado opuesto de la ecuación y que en cualquier caso es necesario sopesar y evaluar particularidades. 
Acorde a la vida de su protagonista, el estilo de la película es caótico, cambalachero. Así como se entremezcla la comedia con el drama y la vida pública y la privada, lo inesperado está a la orden del día: hay drogas, ataques de pánico, psicólogos y tarotistas, clientes violentos, redes sociales, perros y monos. Pero por detrás de esta superficie caótica va incrementándose, sutilmente, el encanto y la química de los principales personajes. Si Victoria puede ser definida como una comedia, entonces sería de las más entrañables e inteligentes realizadas en los últimos años. 
La directora Justine Triet había filmado documentales antes de darse a conocer con la brillante La batalla de Solferino (2013), ficción algo más dramática pero en la que también se imponían logrados momentos humorísticos, y en la que se narraba la intrincada disputa que daba una locutora de televisión por la tenencia de sus hijos, con las elecciones francesas de 2012 como telón de fondo. Como en Victoria, allí la directora hacía un gran uso del pulso narrativo, un notable trazado de personajes, y una inmejorable capacidad para invertir premisas y hacer reflexionar a su audiencia. Estas cualidades, sumadas a su capacidad de conexión con los grandes públicos, son elementos más que suficientes como para entender que Triet es una sólida realizadora que se impone como una de las más interesantes promesas del panorama cinematográfico actual; una a la que no conviene perder de vista.

Publicado en Brecha el 16/2/2018

viernes, 16 de febrero de 2018

Tres anuncios para un crimen (Three Billboard Outside Ebbing, Missouri, Martin McDonaugh, 2017)

Pueblo chico, carteles grandes 


La “América profunda" suele ser abordada desde el cine dominante no sin ciertos prejuicios; allí, en los pequeños poblados y en las vastas zonas rurales de los estados de Nebraska, Texas, Missouri, Alabama y el sur en general, es donde habitan quienes son nombrados asiduamente como rednecks, y, más al este, como hillbillies. Estadounidenses también llamados despectivamente white trash, carentes de cultura, a menudo conservadores y xenófobos. En la serie Orange is the New Black son una tribu urbana más dentro de la cárcel: así como están los grupos o pandillas de negras y de latinas, coexisten también muchachas de dentadura escasa, con fuerte acento rural, carentes de modales, adictas al crack y a la metanfetamina. Al parecer, un correlato más o menos fiel de una realidad existente en muchas prisiones estadounidenses. 
Con pocos matices, este estereotipo es constante en el cine independiente estadounidense, y las incursiones en su terreno por lo general son terriblemente tétricas (Deliverance, la serie True Detective), cuando no directamente terroríficas (The Texas Chainsaw Massacre, Winter’s Bone). Pero a veces son entrañables, como las recientes Nebraska, American Honey, The Florida Project y la brillante Sin nada que perder. Cercana en tonalidad y en estética a estas últimas, Tres anuncios por un crimen gira en torno a Ebbing, pueblo ficticio ubicado en una parte indefinida del estado de Missouri y lo que allí sucedió. 
El comienzo se agradece: es abrupto y se ahorra un asesinato con violación y los preámbulos de una investigación infructuosa. La película arranca cuando ya pasaron siete meses de los horribles acontecimientos que conmocionaron al pueblo, pero el dolor aún se encuentra instalado. La madre de la chica asesinada (Frances McDormand) contrata el espacio de tres carteles en las afueras del pueblo, justo en el medio del camino que el sheriff Willoughby (Woody Harrelson) debe tomar para volver a su casa luego del trabajo. En ellos lo increpa con nombre y apellido y con letras gigantes, denunciando la ineficacia de las investigaciones. Como era de esperarse, la protagonista logra su propósito: convocar a la prensa y revivir un crimen que ya comenzaba a ser olvidado. 
Lo mejor de todo reside en el trazado de los tres personajes principales. Ella, terca como una mula y dispuesta a cualquier cosa con tal de dar con el asesino de su hija; Dixon (Sam Rockwell, brillante), un policía racista e indisimuladamente estúpido que le tiene aversión desde el comienzo –y que es quien se acerca más al estereotipo white trash–, y el mismo sheriff Willoughby, quien, paradójicamente, además de ser el supuesto responsable de la inoperancia policial, es el personaje más querible del cuadro. La dinámica tiene su interés: en un pueblo pequeño todos se conocen y saben sus historias al dedillo, y esta película expone con acierto esa cercanía comunicativa entre los personajes, aun cuando parecieran odiarse.
Similar en estética y en tono a la notable Sin nada que perder, de David Mackenzie, aunque sin llegar a la altura de esta última, alterna notablemente el buen humor con el drama más recargado. El director británico Martin McDonagh ya lo había hecho en películas como Siete psicópatas y Escondidos en Brujas, pero aquí pule su estilo aun más, agregándole mayor carga existencial. El final, abierto y sobresaliente, es de esos que dejan al espectador con una gran duda. Quedan instaladas algunas ideas difusas sobre el dolor, las revanchas irreflexivas, las espirales de violencia y la justicia por mano propia, pero tanto conclusiones como moralejas quedan reservadas para la platea.

Publicado en Brecha el 14/2/2017.

jueves, 15 de febrero de 2018

Las mejores películas (XXX)

Números redondos: diez años de DenmeN Celuloide, 30 posts de "mejores películas", 300 mejores películas recomendadas en todo este tiempo y un poquito más de 500 reseñas publicadas. Pero lo más llamativo es que, en estos últimos dos meses, vengo publicando dos selecciones de diez mejores películas. Es que hace tiempo que estaba omiso, y correspondía irme poniendo al día.

-In This Corner of the World (Sunao Katabuchi, Japón).
El cierre temporal de los estudios Ghibli no fue el fin del mundo ni mucho menos, porque en estos últimos años el animé estuvo más vivo que nunca. Esta maravilla fue concebida por un realizador que trabajó junto a Hayao Miyazaki, luego en el increíble Studio 4º C y más adelante en Madhouse. En otras palabras, hizo una carrera junto a los mejores, y esta es la prueba de que aprendió la lección y se llevó lo mejor de cada uno. Impresiona en cada segundo la increíble adaptación de época, la capacidad para el detalle, y, sobre todo, la forma de capturar el espíritu imperante en el pueblo japonés durante la Segunda Guerra. Insuperable de verdad.

-Zama (Lucrecia Martel, Argentina y otros países).
¿Y qué decir del esperadísimo último opus de la "sacralizada" Lucrecia Martel? Seguramente nada ni remotamente justo en tan pocas líneas, pero adelantamos que Zama es una experiencia inmersiva, alucinante e incomparable con nada que se haya filmado hasta hoy. El mundo colonial presentado por Martel es hostil, agreste, sucio, transpirado y piojoso, y en él conviven aristócratas pretenciosos con esclavos e indios que los miran con auténtico resentimiento. Entre todos ellos, Diego de Zama, funcionario de la corona, espera a ser removido de su incómodo puesto de frontera para ser finalmente trasladado a Buenos Aires. Pero en realidad su "espera" será un viaje de sacrificio y adaptación.

-God's Own Country (Francis Lee, Reino Unido).
Un muchacho ganadero vive malhumorado, trabajando a desgano en la granja de su familia, de borrachera en borrachera y teniendo sexo casual y atropellado. Pero la producción agraria familiar se encuentra en decadencia en Inglaterra (como en el resto del mundo), y su estabilidad es crítica. Que esté Call Me by Your Name nominada al Oscar y no esta maravilla es un atropello a la razón y al buen cine. Pero claro, acá tenemos mucha incorrección política, sexo casi explícito, crudeza rural, una problemática estructural y personajes que no son ni intelectuales, ni bellos, ni ricos. Todo bien con Call Me by... pero, por donde se la vea, esta película le gana por goleada.

-Little Wing (Selma Vilhunen, Finlandia, Dinamarca).
Casi por azar di con esta pequeña maravilla. Varpu, una adolescente de 12 años que ya está bastante acostumbrada a tolerar los insultos de su grupo de pares y de su propia madre, encuentra un alivio en su caballo, con el que practica deportes ecuestres. Varpu apenas emite monosílabos (la mayoría de sus líneas son "sí" o "no") pero cuando un compañero le enseña a conducir un auto, ella decide robar uno y salir a la búsqueda de su padre desaparecido. Despojado de sensiblerías, el abordaje austero va volviéndose cálido, crecientemente emotivo, muy en la línea de Los cuatrocientos golpes.

-L'économie du couple (Joaquim Lafosse, Francia / Bélgica).
Las divorcios han sido materia de un buen puñado de películas grandiosas: Sin anestesia, Una pareja perfecta, y La separación, entre otras. Por razones económicas, Marie y Boris deben vivir juntos aunque ya no se quieran. Él no tiene un trabajo estable y ella vive con números rojos, pero deben continuar compartiendo piso, en la casa que él construyó y que ella pagó. Desconfianzas, culpas, acuerdos y estrategias para dividirse el tiempo con las hijas, partición de bienes y alimentos generan un impasse irrespirable. No es recomendable para aquellos a los que la situación pueda removerles recuerdos traumáticos; es difícil encontrarse con un cine capaz de recrearlos con tanta precisión.

-Victoria (Justine Triet, Francia).
Esta es lo que considero una película feminista de verdad, en el sentido de que, lejos de victimizar o idealizar a su protagonista, la muestra de una pieza, con sus contradicciones, problemas, alegrías y proezas. Pero además se trata de un relato muy políticamente incorrecto, que aborda dos casos judiciales desde perspectivas impensables, asumiendo la defensa del (supuesto) agresor en uno de abuso sexual y la parte denunciante en uno de libertad de expresión. En Uruguay algún genio mercader decidió intitularla "Victoria y el sexo", y eso que justamente el sexo es prácticamente una carencia en la vida de Victoria. 

-Mister Universo (Tizza Covi, Rainer Frimmel, Italia / Austria).
Que los circos son micromundos en crisis y en decadencia no es novedad para nadie, pero allí están y siguen conviviendo personajes increíbles, portadores de tradiciones ancestrales heredadas de generación en generación. Entre ellos, un joven domador de fieras comienza a vivir una racha de mala suerte, según cree, debido a que fue robado su talismán: una barra de hierro que Mister Universo dobló cuando él era niño. Para obtener otra similar, debe embarcarse en un viaje en el que se encontrará con familiares variopintos y otros colegas circenses.   


-Cuatreros (Albertina Carri, Argentina).
Tuve la suerte de entrevistar a la gran Albertina Carri recientemente, una de las auténticas transgresoras del panorama argentino. Esta película es insólita: una suerte de collage donde la vida personal de la directora se entremezcla con su investigación histórica, con su padre desaparecido, con las pistas de Isidro Velázquez, último gauchillo alzado, con cintas perdidas y escondidas en los confines más recónditos de la burocracia. Con la pantalla divida en tres, cuatro y hasta cinco partes, se agolpa un torrente de imágenes e ideas, con la voz en off de Carri que no da tregua. Cine duro, exigente, y muy poderoso. 

-Loveless (Andreii Zyvagintsev, Rusia / Francia / Alemania / Bélgica).
No todos los padres son considerados, atentos y cariñosos con sus hijos. De hecho, algunos no son nada de todo esto, y además no parecerían pensar en otra cosa más que en sí mismos. Esta despiadada película nos introduce en un mundo de hedonismo, satisfacción sexual y omisión paterna, en el que el amor que es conferido a algunos es al mismo tiempo negado a otros. Por fuera de todo esto, el brillante director Zyvaginstev confronta al espectador constantemente, reflejándolo en personajes tan profundamente reprobables como reconocibles y cercanos. 

-Your Name (Makoto Shinkai, Japón).
El gran Makoto Shinkai logró lo que a mi parecer es el punto más alto de su carrera. Y sí, acá tenemos más de esos paisajes coloridos y brutales, del perfeccionismo técnico y el existencialismo nostálgico que son constantes en su obra. Pero en este caso, además, la premisa es especialmente atractiva: un chico y una chica que viven en diferentes localidades amanecen intercambiados, uno en el cuerpo del otro y viceversa, generando así situaciones hilarantes y notables contrastes entre la vida en ciudad y en campaña. La emoción y el encanto se imponen, ineludibles.



viernes, 9 de febrero de 2018

El sacrificio del ciervo sagrado (The Killing of a Sacred Deer, Giorgos Lanthimos, 2017)

Exabrupto de maldad


Una de las singularidades del cine del director griego Yorgos Lanthimos (Canino, Langosta) es la forma en que sus personajes parecen desconectados de sus emociones. Como si vivieran en un limbo perpetuo y existiese un desfase agudo entre lo que piensan y lo que dicen o hacen. Como si deambularan, trabajaran, comieran, conversaran y tuvieran sexo en piloto automático, y siempre con similar impasibilidad. Esta característica, exagerada y a todas luces inverosímil, puede resultar incómoda y hasta exasperante para algunos espectadores, pero se trata de una inercia sumamente elocuente acerca de una suerte de “zombificación”, por la cual muchos parecieran vivir como narcotizados, siguiendo mandatos sociales sin padecerlos ni disfrutarlos y, sobre todo, sin reflexionar ni cuestionar nada. 
El protagonista de esta película (Colin Farrell), casado y con dos hijos, es cardiocirujano. Su mujer (Nicole Kidman), oftalmóloga. No es casualidad que ambos se desempeñen en esas ramas de la medicina, sobre todo considerando que, a pesar de su investidura y de ser especialistas del corazón y de la vista, respectivamente, él parece especialmente incapacitado para sentir y ella para ver cosas que acontecieron ante sus propios ojos. Será por eso mismo que en el cuadro surge Martin (Barry Keoghan), que parece salido de otro planeta y con el cual el cirujano mantiene un extraño vínculo: de hecho, el joven irrumpe en la clínica en la que trabaja, y más adelante en su propia casa. Martin se impone con una mirada absolutamente escalofriante, comenzando a ser cada vez más demandante e invasivo, hasta finalmente echar una maldición sobre la familia. No corresponde adelantar las razones del maleficio ni las características de la enfermedad de la que empiezan a ser víctimas, pero esta intromisión del muchacho y sus consecuencias son tan irrevocables como siniestras. El director Lanthimos logra un cuadro ascético, elegante, filmado con travellings y gran angulares que amplifican la desolación de las habitaciones y la frialdad robótica de los personajes. Una música estridente y desconcertante va imponiéndose, potenciando el suspenso y la incomodidad. 
Por supuesto, para que el protagonista rompa con semejante maldición será necesario un sacrificio (siguen spoilers). Una vez que lo asume es que comienzan a surgir con más fuerza y mayor agudeza las puntas de humor negro de esta película. Como quien debe desprenderse de un gasto superfluo, el protagonista deberá evaluar cómo prescindir de un miembro de su familia y hasta la manera de sustituirlo, eventualmente. Es curioso cómo, sobre el desenlace, cada uno de ellos intentará “convencerlo” de que es una pieza imprescindible de su vida. Estos últimos tramos suponen una fina exposición de la conducta humana y de diferentes métodos de persuasión. 
La premisa principal y la frialdad del cuadro tienen puntos de similitud con el cine del austríaco Michael Haneke, y especialmente con su brillante Caché; pero aquí el director griego agudiza el factor fantástico y lo utiliza para dar un brutal golpe de efecto. Como en Haneke, por detrás de la superficie se esconde una alegoría, un sarcasmo demoníaco y la más cáustica crítica social. Lanthimos demuestra, una vez más, ser uno de los más despiadados –y de los mejores– directores de cine en actividad.

Publicado en Brecha el 9/2/2018

miércoles, 7 de febrero de 2018

Las grietas de Jara (Nicolás Gil Lavedra, 2018)

Al borde del colapso 



Son más bien pocas las cosas que pueden rescatarse de esta película, pero vale la pena hacer el esfuerzo: en primerísimo lugar, Óscar Martínez. El casi septuagenario actor, que lleva casi medio siglo tanto sobre las tablas como tras las cámaras, es uno de los más grandes del vecino país, y aquí interpreta nada menos que a Jara, un estafador experimentado, dedicado a la extorsión de personas y empresas. Jara es una figura nefasta, una molestia infranqueable, un ser invasivo dispuesto a esperar durante horas la llegada del protagonista a su casa y de perseguirlo durante todo el día, si es que hace falta. De pelo largo y colita, con aires de porteño omnisapiente, se trata de uno de esos personajes que amamos odiar. 
En segundo lugar, el conflicto principal: narrada en dos tiempos simultáneamente, se cuenta la historia de un arquitecto (Joaquín Furriel) que trabaja hace décadas en el estudio de una empresa constructora, y al que Jara y su impertinencia perturban. Tres años después, una muchacha se aparece en su despacho, preguntando por el tal Jara. La historia avanza en esas dos líneas: por un lado el acosador inquieta al arquitecto y a los empresarios (Soledad Villamil y Santiago Segura), por el otro, la chica vuelve tres años después, trastornándolos aún más. La anécdota está basada en la novela homónima de Claudia Piñeiro, y plantea una confrontación en la que la empresa, evasora de sus responsabilidades legales, se ve chantajeada por un individuo igualmente corrompido. 
Ese conflicto ya es suficiente para hacer una película de las mejores, pero todo esto está extremadamente desaprovechado, y el suspenso se disuelve en seguida en una banda sonora invasiva y líneas de diálogo inverosímiles y hasta absurdas, como cuando la chica le dice al protagonista que es gracioso (cuando en ningún momento había hecho un chiste, ni alterado su expresión de seriedad y hastío). Una subtrama referente a la hija adolescente del arquitecto y su exploración de la sexualidad es la excusa para plantear ridículos diálogos paternofiliales, una burda bajada de línea a favor de la tolerancia. Un ascenso al palacio Barolo no tiene ninguna razón de ser: apenas los personajes suben deciden bajar, echándose a perder una ambientación hitchcockiana perfecta. Cada aparición de Jara está reforzada por música extradiegética que nos avisa que es un tipo jodido, y la banda sonora dicta con estridencia lo que el espectador debería sentir a cada momento. 
Coproducción hispano-argentina dirigida por Nicolás Gil Lavedra, (quien había filmado la más lograda Verdades verdaderas, basada en la vida de la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto), esta película es otra demostración de que, por lo general, el cine argentino que llega normalmente a las carteleras del circuito comercial montevideano no es, ni de lejos, el mejor. 

 Publicado en Brecha el 7/2/2018