viernes, 26 de enero de 2018

Coco (Lee Unkrich, 2017)

Imparable, cálida, emotiva 


Que es una época de radical monotonía para el cine de Hollywood es algo comprobable en la profusión de películas de superhéroes, remakes, secuelas y continuaciones interminables, spinoffs y reboots de sagas añejas. Pero en los últimos años el cine de animación familiar se ha convertido en uno de sus nichos más creativos (y lucrativos). La excelencia de los estudios Pixar abrió mercados y al mismo tiempo colocó el listón de la creatividad tan alto que Disney (sin Pixar), Dreamworks y otros estudios debieron volcar todo su empeño para competir a su altura. Pero para la industria es imperioso buscar constantemente fuentes de inspiración, y hoy parece tocarle el turno al exotismo de la cultura de otros países; por fortuna en la actualidad ya no tiene cabida una mirada paternalista como las de antes, y ni en Moana, (ambientada en las islas del Pacífico), ni en Kubo (en el Japón feudal), ni en El árbol de la vida (México) hay personajes estadounidenses que aparezcan como vehículos de identificación con el mundo “civilizado”. Incluso Disney sacó el año pasado la película de acción real Reina de Katwe (ubicada en Uganda), haciendo otro aporte a la diversidad; cierto es que el idioma hablado en todas estas películas es un inglés con entonación, pero esto parece inevitable en productos orientados principalmente al público infantil. 
Lo interesante es que en ellos puede percibirse una investigación real previa sobre la cultura, las formas de vida y las tradiciones de las zonas representadas. Una tendencia que, además, no puede dejar de verse como una jugada cultural opositora a los discursos xenófobos y retrógrados hoy emanados desde la Casa Blanca. Alejados del paradigma blanco, en esta película los personajes son todos mexicanos, morochos y hasta tienen rasgos aztecas, y en prácticamente todos los diálogos se cuelan palabras en español. 
La historia tiene puntos de similitud con El libro de la vida: el protagonista se gana el rechazo de su familia por su amor a la música, accede involuntariamente al mundo de los muertos y debe pedirles ayuda a ellos para volver a su hogar. Hay otras similitudes pero son más bien estéticas: como ambas se centran en las celebraciones del Día de los Difuntos, la iconografía es similar. El director Lee Unkrich (director de la excelente Toy Story 3) impone un ritmo imparable e inunda la pantalla de mariachis, calaveras, flores de cempazúchitl; colores chillones y flúo contrastan con los violetas, negros y añiles de la noche. 


Contrariamente a lo que puede pensarse a priori, el título de la película no refiere al personaje principal sino que es el nombre de una anciana senil, bisabuela del niño. Pixar es la única empresa de animación estadounidense que ha abordado la tercera edad con respeto y auténtica dedicación. Ya lo había hecho notablemente en Up; no se presentan ancianos como estereotipos u objetos de compasión, sino como verdaderos personajes, dotados de una historia personal y una relevancia crucial en la trama. Curiosamente, sobre el final (aquí viene un pequeño spoiler) la bisabuela adquiere un relieve inesperado en la historia. En la sala de cine a la que acudió este cronista hubo una reacción por parte de un hombre adulto, que señaló a su pareja críticamente el detalle de que la anciana pasara al mundo de los muertos con cuerpo de anciana, y no como una niña o una persona de mediana edad. Una reacción entendible, propia de una mentalidad moldeada por los medios y su culto a la juventud. Coco rehúye notablemente de los parámetros estéticos dominantes, y de esta clase de expectativas. 
Cierto es que varias escenas resultan previsibles y hasta obvias para un espectador avezado: el surgimiento del villano, el salvataje del muchacho cuando es arrojado al vacío, la interpretación de una canción en un momento determinante. Pero esto se compensa, ya que, curiosamente, esta es de las películas más intensas y emotivas que ha dado Pixar. La clave para esto se encuentra en el cuidado del detalle, en el diseño de personajes y su vitalidad, en el conflicto universal planteado y desarrollado. Coco es una película sobresaliente, realizada con esmero y dedicación por un equipo de maestros en la materia. 

Publicado en Brecha el 26/1/2017

viernes, 19 de enero de 2018

The Disaster Artist (James Franco, 2017) y el cine clase Z

Reconstrucción del desastre 

Desde hace tiempo existe un culto, una curiosa veneración por el cine clase Z. O mejor dicho, por ese cine que pretende ser bueno pero que resulta ser un desastre. De la misma forma que en la película “Ed Wood” el director Tim Burton rendía culto a uno de los peores directores del cine de Hollywood de los años cincuenta, en “The Disaster Artist” James Franco hace lo propio con “The Room”, considerada por muchos algo así como “El ciudadano” del cine malo.

En Estados Unidos se entregan los razzies, premios a las peores películas del año. En Madrid tiene lugar el festival Cutre Con, donde se reúnen cintas que suponen una verdadera afrenta al buen gusto y en el que conviven batallas de monstruos gigantes, robots hechos con cajas de televisores, Spidermans de procedencias impensables, policías samuráis y otros engendros indescriptibles. Asimismo, existe cada vez mayor cantidad de clubes y de proyecciones especiales vinculadas a esto. 
Efectos especiales truchos, micrófonos y cámaras que se cuelan en las escenas, encuadres imposibles, errores de continuidad, problemas visibles en los sets, utilerías y maquillajes horrendos, actuaciones lamentables, líneas de diálogos que rompen los oídos, sobreabundan en el cine-basura proyectado en este tipo de encuentros. 
Uno de los aspectos fundamentales para este culto es que, en el momento de su realización, los directores no sean conscientes de que están filmando películas muy malas; allí está la clave. Cuando hay honestidad y autenticidad, este tipo de productos pueden acabar convirtiéndose en algo muy entretenido. A veces están filmados con 200 dólares pero con un entusiasmo y unas ganas de divertirse que no suelen encontrarse en Hollywood. Bollywood y Turquía son fuentes inagotables, pero sólo hace falta rascar un poco en la filmografía de cualquier país para que aparezca un sinfín de estas bizarradas. Uruguay ha dado su aporte con las inenarrables Acto de violencia en una joven periodista, Sábado disco, sábado pachanga y Plenilunio, pero seguramente tenga aún unas cuantas joyas por (re)descubrir. Y es que el material para esta clase de descubrimientos suele ser inagotable. Sólo se requiere gente dispuesta a explorar (y dispuesta a revolver entre la basura).

Acto de violencia en una joven periodista (1988)
The Room es una entre tantas; es sin dudas exagerado creer, como se ha repetido una y otra vez, que es de las peores películas de la historia. Sí, es cierto que es una película espantosa, una “marcianada” de cuidado: tiene tres escenas de sexo en la primera media hora, y se repiten los planos en una y otra; en reiteradas ocasiones los personajes se lanzan una pelota de fútbol americano al tiempo que conversan, y en una de ellas juegan vistiendo esmoquin, sin que haya una explicación para ello. Las actuaciones son espantosas, pero además el comportamiento de los personajes parece errático: pasan de estar contentos a enojarse o sufrir en cuestión de segundos; en un momento, un personaje cuenta una historia trágica y su interlocutor le responde con una carcajada incomprensible. 
ero todo el tiempo se pergeñan películas que son tan malas como esa o peores; sólo hace falta asistir a una muestra de una escuela de cine para dar con adefesios similares. De hecho, es una película cuya incompetencia es principalmente técnica, pero no lo es tanto a nivel narrativo: cuenta con una anécdota clara y personajes definidos; aunque las escenas estén pésimamente concebidas, se entiende lo que sucede. Es decir, al menos The Room es efectiva en hacer entender de qué va. 
Quizá la mayor diferencia de The Room con el resto de las películas clase Z es el hecho de haber sido concebida por un tal Tommy Wiseau, un excéntrico millonario que no tenía ninguna formación en cine y que escribió su guión, la dirigió y produjo, y que se colocó a sí mismo en el protagónico con tal de darse el gusto de salir en una película (era rechazado sistemáticamente en todas las audiciones a las que se presentaba). Después de invertir unos 6 millones de dólares en la producción, tuvo lugar su desastroso estreno en Los Ángeles, y aun cuando la venta de taquilla era casi nula, pagó por mantener la película dos semanas más en cartel, para poder competir de esta manera en los premios Oscar. Efectivamente, el delirio de Wiseau no conocía límites. En el póster original advertía que se trataba de “un drama del nivel de Tennesse Williams”
Pero si hay algo que genera aun más fascinación que las películas malas es la historia de sus rodajes. Aquellas aproximaciones a los pormenores que propiciaron la concepción de tales engendros. El cómo, el porqué de semejante derroche de energías, la descripción de cómo confluyeron fuerzas y varios nefastos astros se alinearon, produciendo el milagro. El libro The Disaster Artist, My Life Inside “The Room”, escrito por Greg Sestero (actor y mejor amigo de Wiseau durante el rodaje) y Tom Bissell, detalla el complicado desarrollo de la producción de la película, en la que se incluyen arrebatos de locura por parte de Wiseau, malos tratos, un elenco y un equipo técnico que fueron remplazados dos veces a lo largo del rodaje, gastos ridículos: se compró todo el equipo de filmación –normalmente se alquila– y se rodó la película en digital y en 35 milímetros simultáneamente, ya que Wiseau no tenía clara la diferencia entre ambos formatos. La innecesaria repetición de tomas y la construcción de sets elevaron notoriamente el presupuesto. Pero lo cierto es que, por los resultados, la película parece haber sido hecha con 100 dólares, y no con 6 millones. 
El libro fue muy bien recibido por la crítica y ganó el galardón de no ficción en la ceremonia de premios de Artes Nacionales y Periodismo de Entretenimiento, en Los Ángeles. Cuando llegó a manos del actor y director James Franco, este se obsesionó de tal modo que, según ha dicho, llegó a ver The Room más de treinta veces. The Disaster Artist es, entonces, la adaptación del libro, en la que el mismo Franco interpreta a Wiseau. El abordaje debe muchísimo a una obra maestra: Ed Wood, probablemente la mejor película que hizo Tim Burton en su carrera, fue un ejercicio de nostalgia en el que se rendía culto a uno de los peores directores de Hollywood. 

Ed Wood (1994)
El encare de Franco es bastante similar: sigue a Wiseau y a Sestero de cerca, dando cuenta de sus frustraciones, sus deseos y las circunstancias que los llevaron a tomar la decisión de rodar la película. Pero si bien la nostalgia y el profundo cariño que Burton le tenía a sus personajes era la mayor fortaleza de Ed Wood, aquí lo es el humor del libreto; uno que se sustenta sobre todo en la excentricidad de su personaje principal, tan desconectado del mundo real como vehemente para la consecución de sus fines. Esta película no es tan respetuosa con Wiseau, aunque sí es notable la aproximación a su psicología. Wiseau no sólo fue un narcisista egocéntrico, un manipulador esquizofrénico y un mitómano, sino que además hizo una obra en la que se vuelve patente su radical carencia de empatía, una absoluta incapacidad de ponerse en los zapatos de otros. En definitiva, Wiseau es prácticamente un psicópata, y Franco lo pinta de una pieza. 
La interpretación de Franco es el punto más fuerte, convenciendo con un personaje único en su especie. Sus ocurrencias, su desconexión con el mundo real, y sobre todo su desinhibición absoluta y su falta de miedo al ridículo son fuentes para un humor efectivo y casi constante. Por otro lado, Franco acierta exhibiendo su indeclinable voluntad de seguir siendo él mismo pase lo que pase, lo cual da cuentas de su carisma, y del hecho de que algunas personas creyeran en él. En Ed Wood la empatía con el protagonista era tal que uno acababa deseando lo mejor para él, lo cual culminaba en una sensación ambivalente; su entusiasmo, su inocencia y su sonrisa, chocaban contra títulos finales que adelantaban una vida continua de fracasos. Aquí en cambio el excéntrico millonario acaba despertando irritación y un fuerte rechazo, por lo que el acercamiento termina convirtiéndose en distancia. Esto no es malo en sí mismo, pero lleva a que cerca del desenlace la película pierda un poco de su interés inicial. En una de las escenas finales, en la que tiene lugar el esperado estreno de The Room, Franco no hace otra cosa que calcar el clímax final de la película Storytelling, de Todd Solondz. 
En definitiva, The Disaster Artist pierde en su comparación con el clásico de Burton, pero es una obra que vale la pena ver y que supone la consagración definitiva de Franco como actor y director. Eso si las recientes y reiteradas acusaciones a su persona por abusos sexuales no logran destruir definitivamente su carrera.

Publicado en Brecha el 19/1/2018

miércoles, 17 de enero de 2018

Paraíso (Paradise, Andrey Konchalovsky, 2016)

Sucumbir es humano


No debe de existir un subgénero más revisitado en la historia del cine que el histórico ambientado en campos de exterminio nazis. Ejemplo máximo de los horrores del siglo XX −bastante caprichoso, cabe decir, ya que ni los gulags ni los campos sudafricanos, camboyanos, japoneses, ni otros centros de “reeducación”, de “detención”, de “trabajo” en otros sitios del planeta merecieron una atención remotamente similar−. La mirada por lo general es bastante esquemática: prisioneros buenos, nazis malos, a veces con matices más o menos remarcados. 
El veterano director ruso Andrei Konchalovsky (Siberiada, Los amantes de María, Escape en tren) es un cineasta olvidado que cuenta con una gran obra que respalda su talento, y en esta película escapó notablemente a estos facilismos, ambientándola en la Francia ocupada de la Segunda Guerra Mundial. Se siguen los pasos de tres personajes principales: Olga es una aristócrata rusa miembro de la resistencia francesa, que es arrestada por ocultar a niños judíos. Jules es un funcionario colaboracionista que está a cargo de su caso; y Helmut es un alto oficial de las SS que antes de la guerra había tenido un affaire con Olga y ahora es transferido al campo de concentración al que ella va a parar. Paralelamente al transcurso de la acción se intercalan escenas de los tres personajes dando sus testimonios ante la cámara; la audiencia intuye que son flash forwards de su comparecencia ante un tribunal, aunque no se sepa de qué índole ni si lo hacen en calidad de testigos o de acusados. 
Konchalovsky es perfectamente consciente de que no hay mucho más que decir en cuanto a la vida en los campos de concentración, pero sin embargo se detiene en un aspecto sumamente interesante: el desdibujamiento de ciertos principios cuando lo primordial es la supervivencia. Cualquiera de los tres personajes intenta adaptarse a la nueva realidad, renunciando a algunos lineamientos morales. Desde el momento en que Olga ofrece su cuerpo a Jules se comprenden sus intentos de sobrevivir a cualquier costo, y es así que en el transcurso de esta película son cuestionados y hasta desdibujados los conceptos de colaboracionismo, pertenencia o incluso solidaridad. En una escena en el campo, en la que luego de que una mujer mayor muere, repentinamente las demás prisioneras se abalanzan sobre su cuerpo para quedarse con sus vestimentas, se exhibe notablemente cómo ciertos códigos éticos son echados por la borda en momentos en que la muerte acecha en cada pliegue de la existencia. 
También es sumamente interesante el proceso interior que vive Helmut, volviéndose paulatinamente consciente del horror en el que está inmerso y al que suscribe con su diario accionar. El “paraíso” del título refiere a ese ideal nazi de transformación y creación de un mundo idílico, concepto que hace cortocircuito en el joven oficial. En una entrevista con la revista Fotogramas, Konchalovsky refirió que su película trata “sobre los errores humanos, sobre la seducción del mal, sobre los pilotos estadounidenses que bombardeaban Libia pensando que luchaban por la democracia, o sobre la muerte de 300 mil personas en Irak, una guerra que resultó ser ‘un error’, según los propios estadounidenses”. Así, con notable austeridad de recursos, el director logra un relato universal, y uno de los más atinados que han sido ambientados en ese período histórico.

Publicado en Brecha el 17/1/2018

viernes, 12 de enero de 2018

Black Mirror, Temporada 4

El cristal más sombrío

Netflix lo ha vuelto a hacer: seis episodios unitarios de “Black Mirror” lanzados al mismo tiempo suponen una nueva sobredosis para los fans de una de las series más profundas, incisivas y cuestionadoras de la actualidad. Una que se ha destacado por su carácter profético y su capacidad para alertar sobre los mayores peligros que acarrean las nuevas tecnologías. 



Dispuesta a exprimir hasta las últimas consecuencias la creatividad de su creador, Charlie Brooker, la cadena Netflix pasó a producir y emitir Black Mirror, lanzando desde fines de 2016 una temporada de seis capítulos en cada diciembre. Así, en dos años consecutivos la serie prácticamente triplicó su número de episodios, con resultados tanto positivos como negativos. Como principal baza a favor, comenzó a ganar en espectacularidad; presupuestos más abultados por capítulo permitieron la contratación de rostros reconocibles tanto delante como detrás de cámaras, y un mayor despliegue de efectos visuales. Netflix además le dio una relativa libertad a Brooker para aumentar la duración de cada episodio, por lo que es presumible que un capítulo de 89 minutos tan espectacular como “Hated in the Nation” nunca hubiera tenido lugar en el británico Channel 4. 
Pero las consecuencias negativas también aparecen: guiones con giros inverosímiles, soluciones fáciles y cierto “refritaje” de ideas son elementos que se han vuelto cada vez más notorios. De algún modo esto parecería inevitable; no es lo mismo contar con un promedio de ocho meses o más para planificar un episodio que ver ese tiempo reducido a su cuarta parte, como ocurrió ahora. 
Pero claro está que el británico Brooker es un genio en lo suyo, un perspicaz observador que ha tomado debida nota de los peligros sociales que han traído consigo las nuevas tecnologías, para plasmarlos en historias que hablan del ser humano y sus realidades más inconfesables. Las redes sociales, los nuevos formatos tecnológicos, dan a conocer una expansión de deseos siniestros, inaceptables. El espejo oscuro referido en el título es un monitor apagado, en el que nos vemos reflejados nosotros mismos como si fuésemos sombras fantasmales encerradas en un entorno en tinieblas. 
Uno de los mayores defectos de esta cuarta temporada –y es algo que ya se venía viendo en la tercera– es que Brooker recae en una de sus más frecuentes inverosimilitudes: aquella que refiere a las múltiples manipulaciones a través de la web que tienen lugar en sus historias y la forma en que los personajes siguen siempre al pie de la letra las excentricidades que les exigen sus chantajistas. De hecho es prácticamente la premisa en la que se basa “Shut Up and Dance”, uno de los episodios más fallidos; pero también hay algo de eso en “The National Anthem”, así como en el nuevo, “USS Callister”. Lo cierto es que es poco creíble que los personajes cedan siempre a este tipo de amenazas, cuando el pensamiento dominante actual prescribe no negociar con terroristas, y de hecho es una “enseñanza” en la que insiste una y otra vez el más masivo cine de géneros. 
Otro punto reiterado son los suplicios eternos. Está bien, funcionó maravillosamente en “White Bear” y “White Christmas”, y de hecho fue una idea lo suficientemente horripilante como para dejar a los televidentes insomnes por noches enteras. Pero la reiteración pierde impacto: ya sea en el caso de los tripulantes del “USS Callister”, la mujer en coma o el reo torturado una y otra vez en “Black Museum”, la reiteración de conciencias artificiales sufrientes se vuelve un golpe bajo sin mucho sentido. 
Pero todos y cada uno de los episodios de esta nueva temporada tienen sus puntos de interés: “USS Callister” es un notable homenaje a Star Trek en el que Brooker no se ahorra los sarcasmos y las críticas a la vieja serie, proponiendo además un notable villano, justamente un trekkie retraído y asocial que programa un micromundo de viajes estelares para dar rienda suelta a su racismo y su megalomanía. Se trata de uno de los episodios más diferentes y creativos estéticamente, pero le hubiera hecho falta pulir detalles del libreto; la escena en que la chica chantajeada accede a entrar por la ventana al apartamento del villano para robarle un dispositivo (además, en el momento justo), no tiene parangón en el mundo real. 


“Arkangel”, el segundo episodio, fue dirigido por la gran Jodie Foster y se enfoca en la temática del control parental amplificado por la tecnología. La idea de un dispositivo implantado en los niños que permite a los padres ubicarlos en todo momento y ver además a través de sus ojos es una idea genial y está inteligentemente desarrollada (incluso el sistema permite “censurar” en los niños los estímulos que les producen demasiada ansiedad); quizá sea aquí que se explaya mejor una de las ideas básicas de la serie: cómo las nuevas tecnologías pueden amplificar ciertos instintos humanos (en este caso la sobreprotección), produciendo daños colaterales impensables. El forzado final resiente mucho la calidad del episodio. 
Algo similar sucede con “Crocodile”, del director John Hillcoat (The Proposition, The Road), que plantea notablemente su premisa inicial, pero algunos giros finales echan por la borda buena parte de la verosimilitud lograda hasta entonces. Los crímenes son resueltos recurriendo a imágenes “grabadas” en el inconsciente de testigos presenciales; se propone una investigación con una atractiva estética de noir escandinavo, de ritmo sosegado, predominancia de colores opacos, campos nevados y cielos igualmente blancos. Lo mejor son las características de esta pesquisa y la paulatina recopilación de pistas, en la que la tecnología se inmiscuye constantemente en las esferas privadas. 
 “Hang the DJ” seguramente sea el mejor de los episodios, y el que tiene un guión más coherente en su lógica interna. Esta vez Brooker se escapa un poco más de nuestra realidad y plantea una bastante diferente, en la cual los adultos son guiados por inteligencias artificiales que estudian sus gustos personales, ahorrándoles cortejos e introducciones en sus citas amorosas. Las aplicaciones como Tinder son llevadas varios pasos más allá: el usuario ya no es quien elige su candidato sino que es el mismo programa el que determina quién será su próxima pareja, y hasta cuánto tiempo durarán juntos. Lo más interesante del episodio es el fuerte contenido alegórico que esconde, así como la ambivalencia de su desenlace, que según la perspectiva podría verse como uno feliz o profundamente amargo. 


En general se concuerda en que “Metalhead”, dirigido por David Slade (Hard Candy, la serie Hannibal) es el peor de los episodios de esta temporada, que su premisa no merecía tanto metraje y que además carece de la profundidad característica de la serie. Esto no es precisamente erróneo, pero también es cierto que aun los episodios más flojos de Black Mirror tienen cierto interés. Aquí la historia se centra en tres supervivientes en un mundo pos-apocalíptico que deben escapar de unos nefastos perros-cucarachas robóticos, máquinas de exterminar dispuestas a perseguirlos hasta el fin de los tiempos. Brooker tomó como inspiración ciertos prototipos militares de robots desarrollados por la compañía Boston Dynamics, e ilustra, con una implacable persecución, lo terrorífica que podría ser la aplicación de estos modelos para la caza de seres humanos. 
El plato más fuerte, el más horrendo de los episodios, fue reservado para el final. “Black Museum” viene además recargado, ya que se encuentra a su vez subdividido en tres partes. La llegada de la protagonista a una gasolinera en pleno desierto le da la oportunidad de visitar el museo del título, no apto para sensibles. Allí son guardados objetos que tuvieron un papel crucial en pavorosos crímenes, y que conducen a flashbacks que dan cuenta de historias pasadas. Black Mirror apocalíptico, duro y puro: el enfermizo desarrollo de la tecnología para usos antinaturales podría traer las más pavorosas consecuencias, ya sea en la búsqueda del placer a través del dolor más extremo, en la convivencia de dos conciencias en un solo cerebro, en la tortura virtual –o no tanto– convertida en negocio. En definitiva, esta cuarta temporada quizá no cuente con episodios tan grandiosos como las anteriores –en la consideración de este cronista siguen puntuando altísimo los previos “15 Million Merits”, “White Bear”, “White Christmas”, “San Junipero”, “Men Against Fire” y “Hated in the Nation”–, pero sí ha sido la más pareja. No tiene episodios malos ni altibajos evidentes, y sigue siendo un notable muestreo de lo que es capaz de lograr la retorcida y siempre despegada imaginación de un tal Charlie Brooker.

Publicado en Brecha el 12/1/2018

martes, 9 de enero de 2018

El amparo (Rober Calzadilla, 2016)

Sobrevivientes por milagro 


En el año 1988, durante el gobierno del socialdemócrata Jaime Lusinchi, tuvo lugar en Venezuela, en la localidad de El Amparo, una verdadera masacre. Sobre la frontera con Colombia, en el río Arauca, funcionarios policiales y militares venezolanos acribillaron a quemarropa a 14 personas, aduciendo que se trataban de guerrilleros colombianos. Pero los fallecidos resultaron ser pescadores venezolanos –sólo uno de ellos era colombiano–, y sin antecedentes judiciales. 
Dos de los 16 pescadores que se encontraban en la embarcación sobrevivieron al ataque, escapando a nado por los canales del río Arauca. Fueron quienes en definitiva dieron su versión de los hechos, confrontando la versión oficial. Esta película1 recrea estos sucesos, por lo que su estreno en Venezuela fue prácticamente un hecho político. Como bien dice en sus créditos finales: “Después de 29 años los sobrevivientes, Chumba y Padilla, continúan exigiendo que se traslade el caso, de los tribunales militares, a los tribunales ordinarios. Ningún gobierno hasta la fecha ha atendido la solicitud”. 
Uno de los mayores méritos de esta película es que la balacera, la masacre en sí, está omitida. Con esta elipsis el director Rober Calzadilla rehúye notablemente a lo panfletario; el espectador, como el resto del pueblo, ignora qué sucedió, e irá imaginando los hechos a medida que comiencen a surgir los relatos testimoniales. Son en cambio recreados los momentos previos, un recorrido realista y casi documental a través del pueblo de El Yagual (muchos de los intérpretes son habitantes de éste) en el cual se enfoca la vida cotidiana de algunos de los pescadores y los preparativos del convoy hasta que comienzan a navegar. Luego emergen las preocupaciones de los familiares, hasta que esos dos que escaparon a la masacre aparecen y son apresados por el comisario del pueblo. 
También es notable cómo la película exhibe, a partir de ese momento, la manera en que el poder militar comenzó a ejercer presión sobre el colectivo, intimidando a los pescadores cautivos y a sus familiares para que confirmaran la versión oficial y se declararan terroristas. Así se expone, por un lado, la vulnerabilidad de los prisioneros, y por otro la creciente desesperación de los militares y la sucesión de circunstancias casi milagrosas que llevaron a que ambos pescadores se mantuviesen con vida, pese a los intentos por desaparecerlos. La acción conjunta del pueblo, del mismo comisario y de los medios de prensa cumplió un rol fundamental, por lo que queda instalada la idea de que la masacre de El Amparo se dio a conocer debido a una increíble sucesión de circunstancias afortunadas. Es muy probable que, previas a esta matanza, haya habido otras similares de las que no se tuvo conocimiento, y esta película da cuenta de ello con un esmerado y documentado abordaje, tan intenso como comprometido.

Publicado en Brecha el 9/1/2018

viernes, 5 de enero de 2018

La rueda de la maravilla (Wonder Wheel, Woody Allen, 2017)

Más nihilista que nunca 

Es hora de la cita anual con uno de los más grandes. El director de 82 años ha incurrido una vez más en el drama más doliente con “La rueda de la maravilla”, su película número 47, haciendo otro despliegue de ese pesimismo que viene caracterizando a buena parte de su obra reciente. En el análisis de esta última película hay algunos spoilers, por lo que conviene evaluar si continuar con la lectura.


Si hay un director de cine que hoy está más allá del bien y del mal, ese es justamente Woody Allen. Desde su debut en 1971 ha filmado una película por año, disponiendo una filmografía extensísima en la que existen –al menos– media docena de obras maestras. Es algo que hasta sus detractores deberían aceptar como prueba de su trascendencia, de su marca indiscutible en la historia del cine. 
Prácticamente desde sus inicios, el director neoyorquino alterna comedias con dramas, pero es más bien en sus últimos años que viene tocando un espectro de notas especialmente graves. Tomando sólo películas de cinco años atrás, Blue Jasmine (2013), Un hombre irracional (2015) y Café Society (2016) fueron obras especialmente amargas, cuando no directamente desencantadas y nihilistas, en las que el octogenario director se explayaba en debilidades y mezquindades humanas, dramas en los que las fatalidades acababan recayendo sobre sus personajes, barriendo de un plumazo con momentos humorísticos previos e instalando una intensa amargura como último sabor para su audiencia. 
Algo de esta nota pesimista puede percibirse ya en la ambientación en los años cincuenta y en Coney Island, centro de esparcimiento ubicado en el extremo sur de Brooklyn, Nueva York, y que en sus mejores momentos supo estar plagado de parques de diversiones, cines, helados y playa, entrando en decadencia justamente por esas fechas. A partir de la década del 50, en los terrenos previamente ocupados por los parques de diversiones comenzaron a edificarse viviendas colectivas de interés social, que permanecen hasta nuestros días. Hoy en día el área se ha revitalizado, pero cierto es que, luego de esa decadencia, se deprimió convirtiéndose en foco de criminalidad. 
La elección está dominada entonces por la nostalgia, y la película ambienta su acción en ese preciso momento en que los parques todavía existen, pero algunas familias de escasos recursos comienzan a asentarse justo allí. Si bien vivir pegados a un parque de diversiones podría parecer un sueño colorido e idílico, la muchedumbre y el bullicio permanente se vive como una maldición difícil de aguantar. Y ese parece ser sólo uno de los infortunios que atraviesa Ginny (Kate Winslet), actriz frustrada devenida mesera, con fuertes migrañas, un hijo pirómano a su cargo y juntada más bien por inercia con Humpty (James Belushi), un ex alcohólico que trabaja en una de las calesitas. Con lo que ganan entre los dos a duras penas les alcanza para pagar el alquiler, pero dos sucesos trastocarán su ya ardua existencia: la súbita aparición de Carolina (Juno Temple), hija de Humpty, perseguida por su ex marido mafioso, y el encuentro casual de Ginny con Mickey (Justin Timberlake), salvavidas de la playa, narrador de esta historia y con el que ella se involucra en un apasionado affaire
Es curioso que en la película no haya ni una escena filmada dentro de la noria referida en el título; algo elocuente acerca de la austeridad de recursos de la que se vale Allen y de su voluntad de evitar los ambientes festivos. De hecho, en torno a apenas cinco personajes, la playa y unas pocas locaciones se construye la mayor parte de la anécdota, dándole una mayor carga teatral que al resto de sus películas. Pero es justamente aquí donde entra en juego la maestría de Allen, tanto en la dirección de actores como en la puesta en escena. Los personajes están perfectamente definidos, cada uno con sus claroscuros. A través de ellos y la suma de sus conflictos, la película alcanza ciertos picos de dramatismo. 
En una escena clave de Sed de mal (1958), de Orson Welles, en el interior de un hotel las luces cambiantes que llegan de un cartel del exterior refuerzan el dramatismo de un diálogo, recargando la atmósfera con acompasados destellos. De forma similar, las luces del parque que aquí alternan del rojo al azul o simplemente se apagan lentamente, refuerzan el estado emocional en los soliloquios de Ginny, virando al rojo en los momentos de mayor cólera, al azul cuando demuestra mayor vulnerabilidad, y apagándose y devolviendo la penumbra cuando le toca volver a la monotonía que tanto aborrece. Si hay algo que sabe hacer Allen es lograr que sus protagonistas femeninas brillen: le tocó a Diane Keaton y a Mia Farrow, a Dianne Wiest, a Scarlett Johansson, a Cate Blanchett. Esta vez es el turno de Kate Winslet: diálogos que prácticamente son monólogos y una cámara centrada puntualmente en ella son la oportunidad para que la actriz despliegue aquí un convincente abanico emocional. 
James Belushi, por su parte, logra un secundario a la altura, con una interpretación emocionalmente recargada, una figura tan cándida y paternal como proclive a los arrebatos de violencia, si es que por azar se cruza una botella en su camino. En tercer lugar, Justin Timberlake logra un personaje ambivalente con el que se puede simpatizar durante un rato, hasta que un giro de guión lo vuelve merecedor de un contundente rechazo. 


Pero La rueda de la maravilla no es solamente una de las obras más pesimistas de Woody Allen, sino además la más impiadosa. La empatía solía ser uno de los rasgos característicos del director, siempre empeñado en acompañar y en comprender a sus criaturas, aun en los momentos en que ellos se equivocaban rotundamente. Esta vez, en cambio, Allen se acerca a ese cine más distante y austero, cercano al de los hermanos Coen de Simplemente sangre (1984) o Fargo (1996), en el que vemos a un montón de personajes cometiendo errores, desesperándose, destruyéndose entre sí, y alcanzando puntos de extremo patetismo. 
Esta decisión no es en sí criticable: un autor tiene pleno derecho de volcarse del optimismo al más profundo pesimismo y viceversa cuantas veces se le cante, pero el problema es que aquí los tramos finales son bastante predecibles, de acuerdo con los indicios que venía presentando la historia. La aparición de los gánsteres se ve venir, así como el declive de la protagonista, quien quizá merecía tocar fondo con mayor dignidad. En este caso, Allen parecería identificarse con el hijo de Ginny, ese niño cinéfilo y pirómano que observa todo desde afuera, deseoso de prender fuego a todo y a todos, de destruir y así purificar. 
También cabe preguntarse si esta puesta en escena y este guión teatral con toques de tragedia griega, en los que hasta hay gritos catárticos, no termina boicoteando la credibilidad del cuadro. Es verdad que La rueda de la maravilla es una obra que mantiene a su audiencia expectante durante todo su metraje, pero no llega a alcanzar el vuelo de películas del mismo tenor en el que se ha hecho uso de mayores libertades y juegos cinematográficos, como Un tranvía llamado deseo (Elia Kazan), Encrucijada de odios (Edward Dmytryk), La huella (Joseph Mankiewicz), Antes que el diablo sepa que estás muerto (Sidney Lumet), Secretos y mentiras y Todo o nada (Mike Leigh), e incluso las del iraní Asghar Farhadi –nuevo maestro en lo que refiere a este tipo de dramas psicológicos–. En este sentido, es probable que el registro del que se vale Allen sea una limitante, y quizá la razón de que esta película no llegue a los picos de intensidad que logró en El sueño de Casandra, Match Point o Blue Jasmine
Se entiende, de todos modos, que una obra “mediana” de un gran autor es muy superior a la amplia mayoría de los estrenos de la cartelera, y que Allen siempre puntúa alto en todo tipo de recuentos y resúmenes de temporada. La rueda de la maravilla es un cine inteligente, notablemente logrado; y un digno reencuentro en las salas con uno de los más grandes.

Publicado en Brecha el 5/1/2017

miércoles, 3 de enero de 2018

Las mejores películas (XXIX)

Más o menos, un año y medio desde la última vez que publiqué el último de estos posts. Pero entiendo que, aunque los saque tarde y queden cosas afuera, suelen ser útiles. Todas estas películas están disponibles en la red de redes, así que sólo hace falta que las busquen y den un par de clicks. Para no repetirme, no agregué otras películas de las que ya escribí en este blog y que también me resultan imprescindibles, como La luz incidente, Jesús, Juana a los 12Alba, Prevenge, The Handmaiden, El Viajante y Frantz. En esta lista hay mucho cine de género (en algunos casos con algún exceso gore, es decir que sólo para los enfermitos como yo).
Consíganlas, que realmente valen la pena.

-Desde allá (Lorenzo Vigas, Venezuela / México).
La increíble relación homosexual entre un hombre acomodado y un delincuente marginal provee incomodidades varias, sobre todo en lo concerniente a la brutal desigualdad de necesidades básicas, poder e imagen social, pero también en lo referente al individualismo, a la capacidad de apego y a la falta de referentes. Aunque es una película que suele disgustar y causar rechazos, es también de las más transgresoras e inteligentes que he visto en los últimos años.

-Graduation (Cristian Mungiu, Rumania / Francia / Bélgica).
Un médico sesentón inicia una ardua cruzada a través de una pequeña localidad rumana. Su hija, de 18 años, acaba de ser aceptada para estudiar en la Universidad de Cambridge, pero para ello debe mantener una escolaridad con notas que superen el 90%. Pero los problemas se potencian cuando es interceptada por un desconocido que intenta violarla; esto acrecienta la desesperación de su progenitor, decidido a todo con tal de que su hija abandone el país y estudie afuera. Más allá de ser brillante en su exposición de la Rumania actual, se trata de una imponente radiografía de la corrupción, la decadencia y la debilidad humana.

-Que Dios nos perdone (Rodrigo Sorogoyen, España).
Con La isla mínima, con Magical Girl, El cine español ya venía demostrando que puede entrar en terrenos negrísimos, y con muchísima altura. En este caso, durante la crisis económica y en pleno verano, a un par de inspectores de policía le es adjudicado un asesinato de mujeres ancianas, que además son brutalmente violadas. Deben capturar al culpable antes de que continúe causando estragos, pero en su desempeño y en su cacería demuestran no ser muy diferentes a él. Además de ser cine del mejor, cuenta con el mejor plano secuencia que he visto en años.

-Ron Goossens, Low Budget Stuntman (Steffen Haars, Flip van der Kuil, Paises Bajos).
Alcohólico hasta la manija, un doble de bajo presupuesto deambula por su pueblo, mientras vive una vida extrema a lo Jackass. Goosens cae de azoteas, es machucado, aplastado, incinerado y, cuando llega a su casa, descubre que su mujer le mete los cuernos. Pero él quiere salvar su matrimonio, y para ello intentará, siempre entre botellas de cerveza, whisky y vodka, arrojarse a una misión imposible. Seducir a una superestrella no es precisamente sencillo cuando tu cuerpo apesta a alcohol y vómitos, y además te cuesta mantener el equilibrio... pero lo que importa es la actitud, dicen.

-Bone Tomahawk (S. Craig Zahler, Estados Unidos / Reino Unido).
Este director es realmente algo. Es muy atractiva la forma en que, tanto en esta película como en Brawl in Cel Block 99, plantea una anécdota sobria, realista, con un conflicto grave e interpretaciones convincentes, y además las lleva hasta límites desquiciados, convirtiéndolas en propuestas realmente adictivas. En lo particular, prefiero las películas que son al revés, que se parecen a cine de géneros livianos y terminan ofreciendo lecturas que van mucho más allá. Pero qué más da: la película funciona y es endiabladamente disfrutable.

-When Marnie Was There (Hiromasa Yonebayashi, Japón).
Suele tachársela como una de las películas "menores" de los estudios Ghibli, pero no estoy de acuerdo en absoluto. Una chica con problemas de salud es enviada a vivir junto a sus tíos a Hokkaido, donde puede entrar en contacto con la naturaleza y respirar aire puro. En uno de sus paseos por la costa, da con una extraña mansión abandonada que, naturalmente, está habitada por fantasmas. Por fuera de lo sobrenatural, la película esconde una notable reflexión sobre la depresión adolescente, sobre mandatos de género y extrañas herencias generacionales.

-Sea Fog (Shim Sung-bo, Corea del Sur).
Otro plato de cine serio que se convierte en cine de géneros, con el plus de que, sobre la mitad de la película, tiene lugar uno de los giros más impactantes e inesperados que haya dado el cine en  mucho tiempo. Un barco pesquero, con una tripulación estable y reducida, se aboca a otra de sus incursiones en altamar, pero la crisis del sector los empuja a llevar, desde China hasta Corea y como carga extra, a un grupo de inmigrantes ilegales. Obviamente, nada sale como es esperable.

-The Void (Jeremy Gillespie, Steven Kostanski, Canadá).
El mejor cine de terror viene de Canadá, sin dudas. Y si el gore de Bone Tomahawk no fue suficiente para ustedes, tendrán todo el caudal necesario en esta joyita demencial. Un policía se encuentra con un tipo herido, cubierto de sangre en la carretera, y lo lleva a un hospital más cercano, pero ahí dentro empiezan a pasar cosas muy raras. Para colmo, el recinto empieza a verse asediado por humanoides disfrazados, quizá miembros de un extraño culto. Un descenso al infierno con excesos y deformidades a lo Aja, y con un universo propio que debe mucho a Lovecraft y Carpenter.

-Tschick (Fatih Akin, Alemania).
Una road movie y buddy movie como hace mucho tiempo no había visto. Marik, un adolescente frikki de familia disfuncional, y Tschick, inmigrante ruso con pésima conducta y problemas de integración, son los desquiciados antihéroes de esta irresistible historia. Hartos de la monotonía, ambos deciden lanzarse a la aventura y conducir un auto robado en dirección a la Alemania profunda, donde tendrán un viaje iniciático y se encontrarán con personajes tan estrafalarios y más que ellos mismos. En este cruce, surgen brillos inesperados.

-Land of Mine (Martin Zandvliet, Dinamarca / Alemania).
La clase de películas de guerra que a mí más me gusta: no sólo porque se posiciona desde la perspectiva de soldados alemanes, sino por poner el foco sobre víctimas impensadas. Terminada la Segunda Guerra Mundial, el gobierno danés obligó a los prisioneros enemigos a desactivar las minas antipersonales que los nazis regaron por toda la frontera. Unos dos mil soldados, en su mayoría menores de edad, fueron forzados a remover los explosivos; aproximadamente la mitad perdió la vida o alguno de sus miembros en ese proceso.