viernes, 13 de octubre de 2017

Blade Runner 2049 (Dennis Villenueve, 2017)

Una gran decepción 


¿Dónde están los productores cuando se los necesita? Lenta, larga, repleta de escenas innecesarias es esta híper seria, ampulosa e infladísima superproducción. Como sea, esta continuación de casi tres horas del clásico de 1982 se merecía un buen trabajo de montaje que le mutilara unos cuantos minutos (cuatro o cinco decenas, digamos); pero, claro, a los directores consagrados no se les puede decir nada y así es que su megalomanía suele tomar las riendas del asunto. Hace unos años recriminábamos en estas páginas los aires trascendentales que el aquí “productor” Ridley Scott pretendía darle a su Prometeus (2012), la que entonces era su última película de la saga de Alien, imprimiéndole un tono existencialista y afectado a lo que, en definitiva, era un entretenimiento espacial con bichos monstruosos. Algo similar ocurre en esta película, con la salvedad –corresponde decir– de que parte de este tono grave y existencial sí estaba presente en su antecesora, por lo que en este caso parecería más justificado. 
Y cierto es que la conjunción de talentos aquí reunidos, el director Dennis Villeneuve (autor de las imponentes Incendies, Prisoners, Sicario y Arrival), el insuperable Roger Deakins en la fotografía, los renombrados compositores Hans Zimmer y Benjamin Wallfisch, el libretista Hampton Fancher –autor del libreto original de 1982, adaptación de la novela corta de Phillip K Dick–, genera en este caso muchas cosas, salvo lo esencial: una buena película. 
La acción se ambienta 30 años después –la original se ubicaba en 2019–, volvemos a ese mundo alternativo en el cual la humanidad se ha valido, para expandirse, de mano de obra de androides esclavos. Cuando estos androides (“replicantes”), más fuertes e inteligentes que los humanos, comenzaron a exigir su derecho a ser tratados igual que éstos, sus creadores vieron esta característica como una falla de fábrica y comenzaron a eliminarlos. Para ello fueron creados los blade runners, un cuerpo especial de la policía dedicado a localizar y exterminar estas células de replicantes sediciosos. Ahora bien, la película original, además de ser notable plantando climas oníricos en un mundo opresivo, poseía una fuerte carga de ambigüedad: por un lado, los buenos y malos no resultaban ser tales, y las características de los antagonistas llevaban a dudar de si el protagonista no sería, por su cuestionable misión, el verdadero villano. Por otra parte, la incógnita sobre si él mismo no era un replicante nunca era respondida. Aquí esas dudas no están: en primer lugar los dos malos no podrían estar más definidos, y si acaso a algún espectador no le quedara claro, hay un par de escenas en las que se abocan a sendos despliegues de sadismo. En segundo lugar, desde un comienzo se sabe que el protagonista es un replicante, y pocas dudas caben sobre la naturaleza de los personajes que lo circundan. La trama propone otros enigmas, pero son resueltos rápidamente sin que prácticamente queden hilos sueltos. La historia de la novia “virtual” del protagonista no es solamente superflua, sino que además es un calco de la presentada en la película Her (2014), con una solución sexual similar. 
Lo mejor, por lejos, son los climas oníricos, esta vez extremados, escenas que se parecen a sueños y que aisladamente funcionarían muy bien, pero que se suceden indefinidamente, llevando al estupor. Se ha querido comparar esta película con su precedente de 1982 y con el cine de Andreii Tarkovsky, cuando en realidad el referente inevitable es el cine del maestro japonés Mamoru Oshii (Ghost in the Shell y Avalon, principalmente), un genio en lo suyo que, a diferencia de Villeneuve, logró atmósferas alucinantes que, además, escondían grandes alegorías.

Publicado en Brecha el 13/10/2017

viernes, 6 de octubre de 2017

Viento salvaje (Wind River, Taylor Sheridan, 2017)

Tierra de nadie


La estructura del policial es irresistible. Funciona y sigue funcionando, aunque el espectador haya visto la misma historia relatada mil veces. Está el crimen truculento, están los indicios y las pistas, está ese gran enigma abierto y los personajes encargados de resolverlo y ajusticiar al culpable. Si la ecuación se altera un mínimo, y en lugar de plantar la acción en una polis se la ubica en un terreno exótico, el atractivo puede ser aun mayor. En este caso, un entorno hostil, la vasta planicie helada al pie de las montañas en Wyoming, una reserva india en la que es necesario adentrarse con el equipo térmico adecuado y donde las nevadas amenazan constantemente con sepultar las huellas, por lo que corresponde investigar con absoluta premura. Para colmo, se trata de un territorio donde la jurisdicción está en duda, por lo que según las características del crimen su investigación puede ser tarea de los federales o de la policía local.
Al director Taylor Sheridan no le faltan méritos; como guionista logró dos libretos grandiosos, el de Sicario y el de Hell or High Water (título traducido aquí como Sin nada que perder), dos de las películas más inteligentes y frescas que ha dado Estados Unidos en los últimos años. Como actor tuvo una interesante trayectoria en la televisión en una decena de series, además de algunos trabajos en la pantalla grande. Pero lo más extraño de su carrera es su experiencia previa como director, en concreto su debut en el largometraje con una película de terror titulada Vile, catalogada en el poco afortunado subgénero de explotación de la porno-tortura –en el que se inscriben películas de terror a lo Hostel o Saw, donde son desplegadas explícitas y gratuitas escenas de torturas–. Correspondería verla para evaluarla, pero no parecería el mejor de los precedentes.
Como sea, esta película se encuentra lejos de ese subgénero, y cierto es que, a ciertos niveles, funciona notablemente. Los tramos de exploración, de indagación, de acción propiamente dicha, están muy logrados (se siguen spoilers). En particular un desenlace a lo Tarantino en que el caso se resuelve mediante un flashback a través del cual el espectador pasa de golpe a saber la resolución del enigma incluso antes que los mismos investigadores, y que lleva la tensión a puntos impensables. Por fuera de ello, es muy interesante la denuncia sugerida: como consecuencia de la burocracia, los líos jurídicos y el difícil acceso, muchos casos de violaciones y desapariciones ocurridos en esa zona quedan sin resolverse. Asimismo está muy bien la actriz Elizabeth Olsen interpretando a una inexperta agente del FBI que pareciera no tener mucha idea de dónde está parada; en cambio es bastante irritante el rol que le toca a Jeremy Renner, un manido estereotipo de héroe melancólico que hostiga a sus interlocutores –especialmente al padre de la adolescente asesinada, en el peor momento de su duelo– con discursos supuestamente cargados de experiencia y sabiduría. Finalmente, una escena en la que se recurre a los viejos lugares comunes de la justicia por mano propia y al “ojo por ojo” rebaja otro poco el buen nivel general.

Publicado en Brecha el 6/10/2017