martes, 25 de abril de 2017

Fin del 35º Festival Cinematográfico Internacional del Uruguay

El mejor cine del mundo

El cierre de una fiesta intensa deja un sabor agridulce. Por un lado se termina la adictiva inmersión, pero quién puede quitarle al espectador lo bailado o, en este caso, lo visto. Una edición polémica y atractiva –principalmente por su campaña publicitaria, pero especialmente nutrida de grandes películas–, merecía ciertos recuentos finales. Un recorrido por las películas premiadas permite estimar que se trató de una notable programación.


Curiosamente, es probable que la 35ª edición del Festival de Cinemateca quede en la memoria de todos por un aspecto casi extracinematográfico: su enorme mural en la fachada de la sala Cinemateca 18. Y no corresponde decir que vaya a ser recordada por la campaña publicitaria en su totalidad, desigual en sus partes; tuvo spots muy buenos, así como pósters, estampitas y un merchandising muy atractivo, pero además presentó una serie de mandamientos que pudieron haberse pensado mucho mejor –difícilmente una máxima que reza: “Evitarás las películas con grandes explosiones, robots y superhéroes” pudiera resultarle simpática al público cinéfilo en general, por poco serias que sean las intenciones de los publicistas–. Como sea, es probable que todo esto sea prontamente olvidado, pero no así el memorable mural de doce por veinte metros, que generó discusiones inagotables, no tanto en torno a la controvertible “sacralización” de cineastas, sino a la todavía más atrevida inclusión de la directora argentina Lucrecia Martel, elevada así al mismo nivel de maestros consagrados e incuestionables como Federico Fellini, Alfred Hitchcock y Luis Buñuel. La transgresión era total: en un país de población envejecida, es seguro que la vida y obra de los primeros tres directores sea reconocible por una mayoría, pero no así la de la “patrona” del nuevo cine argentino, aunque lleve casi tres décadas tras las cámaras y sea seguramente la figura más reconocida e influyente del cine latinoamericano de los últimos veinte años.
Claro que la inclusión de Lucrecia junto a tales figuras fue de todos modos una pequeña audacia caprichosa, pero una muy consciente de sí misma: correspondía evitar que todas fueran figuras añejas e imponer algún representante del cine actual, convenía correrse del norte del mundo y mirar también un poco hacia abajo y, por supuesto, venía muy bien un rostro femenino. Lo cierto es que, una vez pensado el nombre de Martel, pocas dudas podían caber: ella no sólo reúne esas tres características, sino que además es vista como figura de culto como casi ninguna otra en el mundo cinematográfico actual, y no solamente por parte de la cinefilia latinoamericana.


Hay un elemento más, que no pasó desapercibido a los encargados de la decisión: las mujeres tienen hoy un papel cada vez mayor dentro del cine independiente. No es una mera casualidad que la mayoría de las películas premiadas en este festival hayan sido dirigidas por mujeres, ya que la tendencia es mundial. El fenómeno despunta en este preciso momento: una sorpresiva y creciente presencia de mujeres en la creación cinematográfica.
Pero el uruguayo es cuestionador a priori y cada transeúnte se llevó la discusión a su casa: que la corrección política, que la cuota de género, que si el cine siempre fue masculino, que si Martel sólo filmó cuatro largometrajes frente a las decenas que filmaron los otros a lo largo de su carrera. Lo cierto es que difícilmente una selección de cuatro directores representativos de la historia del cine podría conformar a todos: para quien esto escribe, la selección hubiese sido aún mejor si en lugar de Fellini hubiesen puesto a Akira Kurosawa, un sólido representante del cine asiático… La porfía podría ser eterna, y cada cinéfilo podría armarse un podio personal con figuras completamente disímiles.
Ya sea como efecto inmediato de la campaña, por la disminución de la duración del festival (el año pasado fueron trece días, éste sólo nueve) o por las dos cosas juntas, las salas se vieron mucho más nutridas de público que en las últimas ediciones, y es notorio que el total de espectadores aumentó; la administración de Cinemateca aún no tiene los números concretos, pero de esto no hay dudas. Durante la apertura, a la enorme sala de Cinemateca 18 apenas le quedaba una veintena de lugares libres, y en la clausura las ochocientas butacas fueron utilizadas.
Pero lo cierto es que la programación fue, como se acostumbra, excelente, y como se espera, lo suficientemente variada como para cubrir un amplio abanico de géneros, estilos y procedencias. El festival fue una ventana (más bien un centenar de ellas) hacia el mundo y, valga la redundancia, una verdadera y continua fiesta.


LAS PREMIADAS. Por fortuna, el jurado no se anduvo con medias tintas: la brutal La región salvaje, del director mexicano Amat Escalante, fue la ganadora de la competencia internacional, y es notable que se haya tomado esta arriesgada elección al destacar una obra seguramente resistida por amplios sectores del público. Una radiografía de la violencia y la discriminación en México fusiona crudezas cotidianas y realistas con la fantasía más desatada –un monstruo tentacular gigante que esclaviza a los humanos al obsequiarles un increíble placer sexual–, redondeando un cine incómodo y revulsivo como pocos, en el que ya nos extendimos hace poco con una entrevista a su director.
En la misma competencia, La idea de un lago, de Milagros Mumenthaler –la directora argentina que hace unos años nos deslumbraba con su ópera prima Abrir puertas y ventanas–, llevó una mención por su notable trabajo de ficción al borde de la no-ficción, en el que la cineasta vuelve a un retrato íntimo, esta vez acompañando a una fotógrafa, hija de un desaparecido de la dictadura militar argentina. El juego de espejos es constante: varios de los personajes que se ven en la película se representan a sí mismos, pero además la actriz principal, Carla Crespo, fue también hija de un desaparecido que, al igual que la protagonista, debió hacerse un examen de Adn para dar con los restos de su padre. En el regreso a su casa familiar al sur de la Argentina confluyen los recuerdos más remotos de sus breves momentos junto a su progenitor; el recorrido planteado supone una reconstrucción tan imposible como necesaria, y el tránsito emocional de la protagonista es notablemente plasmado gracias a los matices de un gran elenco y a los ricos diálogos, principalmente los que mantiene con su madre (la gran Rosario Bléfari). Una escena de conversación vía chat es un prodigio de orquestación cinematográfica donde las pausas, las palabras elegidas para la comunicación y las expresiones de la protagonista se recargan, con gran poder de sugerencia.
Este cronista no pudo ver las dos películas que ganaron en forma compartida la competencia de largometrajes iberoamericanos, la brasileña La ciudad donde envejezco de Marilia Rocha ni la ecuatoriano-española Un secreto en la caja de Javier Izquierdo, pero sí el brillante documental de la argentina Albertina Carri, Cuatreros, que obtuvo tan sólo una mención. Se trata de un poderosísimo collage experimental en el que la directora relata, desde una voz en off, un arduo proceso: retomar la investigación que el sociólogo Roberto Carri (padre de la realizadora, también desaparecido en la dictadura) hizo sobre Isidro Velásquez, un gaucho alzado contra el gobierno argentino. La tesis de Carri padre era que la línea de acción del rebelde, lejos de ser la de un delincuente, era la de un revolucionario. Pero el imparable torrente verborrágico de Carri hija toma diversos e inesperados afluentes; por un lado, el hallazgo de un documental perdido y olvidado trastoca la investigación, pero además, la crisis emocional y de pareja de la realizadora también se vuelve parte explícita en la narrativa. La cantidad descomunal de material de archivo es desplegada en imágenes que se multiplican, llegando a dividirse la pantalla en dos, tres y hasta cinco pantallas pequeñas, que presentan material simultáneamente. Es de esperarse que el espectador se pierda en la recargada densidad que vomita Carri, su imparable texto dialoga con las imágenes, a veces con sarcasmo y humor negro, de a ratos en tono de gravedad y denuncia, ocasionalmente con tramos sentidos y conmovedores. Carri deja en Cuatreros un cine único, auténtico, completamente visceral e imprescindible.


El premio de la “Competencia nuevos realizadores” fue para otra gran película: la ecuatoriana (en coproducción con México y Grecia) Alba, de Ana Cristina Barragán. En ella el foco se encuentra en una niña de 11 años que se encuentra en una situación crítica: la madre sufre una enfermedad terminal y, tras ser internada, debe mudarse y convivir junto a su padre, un hombre desgarbado e introvertido a quien apenas conoce. La extrema timidez y la situación traumática que la preadolescente atraviesa la coloca en una situación de vulnerabilidad extrema, en la mira para el bullying por parte de sus compañeros de clase. Pero la película no busca el golpe bajo ni colocar a su protagonista en una situación sin salida, sino que aborda la problemática sin agudizar o regodearse en sus puntas trágicas. Alba está siempre al borde: podría ser objeto de ensañadas burlas, pero esa suerte le toca a otra de sus compañeras, menos agraciada, a quien apenas vemos sufrir tal suerte durante unos segundos. Podría quedarse sin un sustento emocional, pero la falta de su madre comienza a compensarse paulatina y milagrosamente con otros apoyos. Esa línea difusa que la película plantea entre el equilibrio y el total derrape es un gran atributo, plasmado con constante tensión y una orquestación notable.
Por fortuna el documental chileno El pacto de Adriana, de Lissette Orozco, ganó en la “Competencia de cine de derechos humanos”. Y es que se trata de otro abordaje impensable: la directora enciende las cámaras y empieza a filmar entrevistas a su tía, luego de un suceso que trastocó a toda su familia. Su tía había sido arrestada por la policía al llegar de visita a Chile, y es inmediatamente acusada de crímenes de lesa humanidad. En sus intercambios con la realizadora, la tía niega todos los cargos que se le imputan e intenta demostrar su inocencia. Pero paulatinamente la documentalista va enterándose de su siniestro pasado; en su juventud trabajó para la Dina, policía secreta de Pinochet. De a poco, la cálida interlocución va incorporando duros cuestionamientos por parte de la sobrina, y respuestas crecientemente insatisfactorias de su tía. La película no sólo es un documento inigualable elocuente sobre la lógica negadora, la psicología criminal y los pactos de silencio, sino que además es el increíble registro de cómo una chica nacida y criada en una familia de derecha va cayendo en la cuenta de un pasado pútrido, escondido por quien supo ser uno de sus referentes vitales durante su infancia. En una escena clave, la valentía heredada, la capacidad de confrontación que la realizadora asegura haber aprendido de su tía, sale a la luz en un tenso intercambio vía Skype.


No es extraño que el premio “Voto del público” sea usualmente otorgado a películas menores, a menudo, historias sencillas, instigadoras de la lágrima fácil. En este caso, se dio el milagro que la película ganadora de este premio fue, además, una de las mejores que ofreció el festival. La italiana Mister Universo ya fue comentada por aquí, pero nunca sobran las alabanzas cuando se trata de una obra tan sobresaliente. Un universo circense en decadencia es abordado con un estilo casi documental y con el cariño, la comprensión y el profundo humanismo de Tizza Covi y Rainer Frimmel, autores de las impagables La Pivellina y The Shine of Day. Un domador de bestias, una contorsionista, el hombre más fuerte del mundo, un poderoso talismán y extraños sucesos antinaturales son algunos de los ingredientes para un cine absolutamente encantador.

Publicado en Brecha el 21/4/2016

domingo, 9 de abril de 2017

Entrevista a Amat Escalante

De entre el centenar de largometrajes a exhibirse en este 35º Festival Cinematográfico de Montevideo, uno de los platos fuertes es la sorprendente y perturbadora La región Salvaje, de un habitué del festival. El director mexicano Amat Escalante se explayó en esta entrevista acerca de sus motivaciones y sobre una película tan desconcertante y particular.


A poco de empezada la película tiene lugar el asesinato de un joven enfermero. Y del horrendo crimen hay, en principio, dos principales sospechosos: uno de ellos es su amante y cuñado, el otro, un pulpo gigante y viscoso que acostumbra tener sexo con los humanos. Pero por extraña que pueda parecer esta propuesta, lejos de ser un sinsentido surrealista, La región salvaje es una de los más acertadas radiografías sobre la vida en el México profundo, una cotidianeidad surcada de lado a lado por la discriminación, la intolerancia y la crueldad más atroz.
El misterio de quién es el verdadero culpable se difumina pronto, el registro policial se convierte pronto en otra cosa y el foco pasa a estar en una familia y cómo se encuentra afianzada en ella la violencia de género, la homofobia, la inseguridad y la desconfianza en las instituciones, y cómo ese legado se perpetúa hacia las próximas generaciones. Esta vez, Amat Escalante cambia el registro austero y realista que caracterizó a sus películas Sangre, Los bastardos, Revolución y Heli y, sin abandonar su peculiar estilo, convierte a su última obra en una gran alegoría acerca de los traumáticos cambios que aquejan a la sociedad mexicana. En entrevista con Brecha, Escalante supo profundizar en sus inquietudes y en una producción insólita, única en su especie.

Uno de los gérmenes de la película fue un artículo publicado en la prensa. ¿De qué trataba la noticia?

Iba caminando por la calle y vi la portada de un períódico. Se trata de un semanario local de mi ciudad, Guanajuato, pero es la publicación más leída allí porque es la que muestra los accidentes, los muertos, todo eso; prensa amarilla. Entonces en la portada se veían imágenes muy similares a las del crimen que muestro en la película: varias fotos de un cadáver en un río. El encabezado de la noticia decía: “Ahogan a fotito”; “fotito” es un término despectivo utilizado en México para nombrar a los homosexuales. Abrí el periódico, leí la nota y vi que se trataba de un enfermero que trabajaba en un hospital: en vez de decir “ahogan a enfermero”, –de hecho se trataba de un muchacho que había ayudado a mucha gente en su vida– optaron por denigrarlo en su muerte. Me soprendió esa agresión, esa violencia, y que además eso simplemente se dejara pasar sin que hubiera quejas.

En otros países hubiera sido un escándalo…

En Guanajuato no pasó nada. En la provincia de México se naturalizan esas cosas, pero también soy consciente de que pasa en muchas otras partes del mundo. Hace poquito estuve en Venecia y algunas personas locales me contaron que ahí pasaba exactamente lo mismo. La noticia fue una semilla de lo que fue la película, pero también hubo otras inspiraciones, situaciones de represión sexual y acusaciones morales sobre las mujeres. Todas las demás cosas se fueron agregando y desarrollando; elementos del cine de género, del cine de terror, del cine social.

Últimamente he visto varias películas en las que ciertos miedos sociales son corporizados mediante monstruos, se da una mezcla de géneros en los que el terror se cruza con un cine más de autor, como en la brasilera Trabalhar cansa. ¿Cómo se te ocurrió la idea de ese monstruo?

–Una tradición del cine latinoamericano es la de retratar la dura, cruda realidad. Eso de buscar respuestas o metáforas que no pertenecen a esa realidad es llevar esa propuesta un paso más adelante: después de años de estudiar lo más crudo nos encontramos con que no podemos llegar a una respuesta satisfactoria. En México, con todo lo que sucede, con las inmensas cantidades de personas desaparecidas, de linchamientos, de asesinatos por parte de los narcos y de la policía, surgen incógnitas muy fuertes, misteriosas, imposibles de responder o racionalizar. Siento que por ahí viene ese elemento, llámese metáfora… Creo que es el final de la realidad, cuando llegás al límite de lo que puede ser algo.


Cuando Reygadas estrenó en Cannes Post Tenebras Lux lo abuchearon, generó todo tipo de reacciones adversas. Vos parecieras estar siguiendo por el mismo camin, en lo que refiere a conmocionar al público y causar rechazo... ¿Es algo que buscás o que se da más allá de tus intenciones?

–No está planeado. A mí me gustan las cosas fuertes, visual y emocionalmente, las películas que causan cierta conmoción y que revuelven las cabezas. Hay mucho cine del que salís de la sala sin que te haya pasado nada. Me gusta el peligro, me gusta jugar con las expectativas, con los géneros, con lo que se supone que debes enseñar y lo que no. No sobra de eso, de hecho hace falta más cine que sea así

¿Cómo filmaste la orgía de los animales?

La película tiene una coproducción fuerte con Dinamarca. Tanto el fotógrafo como el supervisor de efectos visuales son daneses. Este último, mientras nosotros estábamos filmando, hacía esto con los animales. Es decir: consiguiendo diferentes especies, filmándolos con una pantalla verde. Un proceso largo y complicado, porque los animales no estaban juntos, de hecho casi todos estaban solos y fueron “montados”, se simularon los movimientos… Los únicos que estaban como “pegados” entre sí eran unos caimanes, los demás los fuimos agregando.

Es muy curioso que existe en Japón una forma específica de pornografía con énfasis en los tentáculos. ¿Te inspiraste en eso?

No me inspiré en eso pero lo he visto. Vi que también hay una mini industria de novelas de sexo entre monstruos, criaturas, y humanos. En Amazon se vende mucho. Eso lo descubrí cuando ya estaba escribiendo el guión, también algunas fotos de Araki, el fotógrafo japonés, que tiene un juego con los cuerpos de las mujeres y los tentáculos. No puedo decir que venga de ahí, pero sí sé que existen esos fetiches y fantasías raras. Pero supongo que para tener esas ideas no necesitás buscarlas antes.

Aunque el narcotráfico no es nunca nombrado en la película, da la impresión de que se trata de una presencia invisible en todo este asunto. ¿Lo pensaste así?, ¿es algo deliberado?

No específicamente del narcotráfico pero sí de la violencia latente en México. Del mundo en general, pero especialmente de México, donde hay mucha furia y violencia que surge en particular por parte de los varones. En mi país hay muchas mujeres que han sido violentadas, maltratadas o asesinadas, hay una crisis en ese sentido. Mi planteo va un poco en la búsqueda de dónde es que surge esa maldad, por qué. En ese sentido capaz que no tiene que ver con el narco pero sí con la violencia enquistada en todo el mundo. Por no poder encontrar algo que resuelva la incógnita es que en la película surge la explicación no racional: el monstruo.


Uno de los aspectos más incómodos y atractivos de la película es cómo los personajes apenas se ven tocados por cuestiones muy duras, como si mucho no les importara: un accidente, el encarcelamiento o la muerte de un ser querido. ¿Es algo que puede verse en la sociedad mexicana actual?

Sí, se trata como de una resignación generalizada. Mucha gente se encuentra en una situación de fragilidad, por cuestiones de ley, de un sistema jurídico tambaleante, lleno de fallas y corrupciones. Si acudes a la policía o a la ley, no vas a encontrar la justicia. En la película el personaje fácilmente es acusado y, aunque no está clara su culpabilidad, lo encarcelan fácilmente, lo difaman en la prensa. No hay garantías mínimas.

¿Entonces te parece que esta falta de atenciones básicas y de amparo social repercute en una suerte de “narcotización” en las personas?

Una inseguridad y un sentimiento de que están solos, que se las tienen que arreglar con sus propias ideas y cada quien a su manera. Eso sí existe.

¿Esto generaría individualismo, atomización?


Sí, está cada quien solo. Si no tienes suficiente dinero para rescatarte a ti mismo de una situación en la que hayas caído por mala suerte, pues estás jodido. Quizá esta película busque retratar una idiosincrasia que puede vivirse no tanto en el DF como afuera, en ciudades no tan modernas, donde hay más atraso cultural en lo que refiere a la aceptación de la diversidad. Yo me inspiro en el lugar en el que crecí, y que conozco; donde vivo no ves a hombres tocándose, y aún existe mucho miedo y rechazo a eso. 

Publicado en Brecha el 14/4/2017

lunes, 3 de abril de 2017

Life: vida inteligente (Life, Daniel Espinosa, 2017)

La nave de las contradicciones 


Desde que Alien sentó en 1979 las bases del cine de “terror espacial”, el esquema no ha cambiando en absoluto. A partir de entonces surgieron réplicas, secuelas y decenas de subproductos que calcaban su idea general (monstruo/s alienígenas que arremeten contra un equipo de humanos en un entorno hostil, con limitada movilidad y recursos), aunque hace tiempo que no se los veía. Es lógico que con el exitoso paquete reciente de películas espaciales (Gravedad, Interestelar, Misión rescate, Pasajeros) la idea se haya reflotado una vez más, con la esperanza de que vuelva a funcionar en las taquillas. Esta superproducción contó con un presupuesto de 58 millones de dólares, bastante más de lo que suele facilitársele a cualquier película de terror. 
Los “tanques” hollywoodenses cuentan usualmente con equipos técnicos de centenares de personas. Y entre todos esos contratados suele haber auténticos talentos cuyos atributos apenas pueden verse plasmados durante breves instantes, quizá segundos, en una película. Aquí uno de los elementos que más relucen es el diseño del extraterrestre y, sobre todo, de sus movimientos. Ese espécimen semitransparente que crece con cada nuevo humano ingerido, que se encoge o se expande, que se traslada por la nave utilizando sus múltiples tentáculos, que se repliega presurosa y sorpresivamente en torno a antorchas luminosas que flotan, ofrece fugaces momentos que evidencian las habilidades del equipo de efectos especiales. Una gran secuencia tiene lugar cuando el monstruo mata a la primera de sus víctimas, y borbotones de sangre emergen de la boca abierta del cadáver y se expanden lentamente en gravedad cero. 
Ahora bien, de todos los múltiples oficios y del amplio abanico de elementos que componen una película, uno de los fundamentales, prácticamente su columna vertebral, es el guión. Y algo tiene que estar muy mal si el único personaje interesante de todo el cuadro es el monstruo, una entidad que no habla, que no expresa sentimientos, que pasa buena parte del metraje intentando eliminar a todos y cada uno de los humanos. Lo curioso es que, a pesar de todo eso, este bicho tiene verdaderas razones para volverse contra los personajes, luego de que uno de ellos tuviera la brillante idea de aplicarle descargas eléctricas para observar su reacción. Luego del picaneo, el monstruo descubre que para sobrevivir tendrá que deshacerse de esos “alienígenas” que lo secuestraron y pretenden experimentar con él. 
Los diálogos de estos fulanos son deplorables. Una tripulante, después de que el espécimen se deglutió a la mitad de la tripulación, en lugar de entrar en shock, llorar, gritar o violentarse, señala con mucha calma algo así como que sus sentimientos en ese momento “no son racionales, ni científicos”; otro se pone a recitar frases existencialistas con la mirada perdida, y prácticamente todos se aprestan a sacrificarse por la supervivencia de los que quedan. Después de escuchar tantas memeces, tanta majadería junta, al espectador no le queda más que esperar que el “villano” ingiera prontamente a todos y cada uno de los que quedaron en pie. 
Y, como para acrecentar más las ambivalencias de esta película, el final es grandioso. Un remate que no se ve venir y que supone uno de los mejores desenlaces del cine de terror de los últimos tiempos, seguramente uno de los más angustiosos y desesperantes. Una pena, una auténtica contradicción que una película tan mala termine a semejante altura.

Publicado en Brecha el 3/4/2017