viernes, 18 de noviembre de 2016

Entrevista a Erica Rivas

Fenómeno Poltergeist 


Ha actuado en más de veinte películas y en otras tantas series de televisión y obras de teatro, logrando escapar a los encasillamientos, interpretando los papeles más variados y diversos. En esta entrevista, la actriz argentina contó acerca de su trabajo y su experiencia en la portentosa “La luz incidente” –película de Ariel Rotter estrenada recientemente en Montevideo–, cuyo rodaje fue de los que más le costó afrontar. 

Es una de las actrices argentinas más reconocidas hoy en día y seguramente una de las más dúctiles. Los cinéfilos la recuerdan por varios de los más llamativos títulos recientes del cine argentino: es la novia en crisis del capítulo final de Relatos salvajes, la madre agobiada de Por tu culpa, la acomplejada cuarentona border de Pistas para volver a casa. Otras películas en las que participó fueron El cerrajero, Una novia errante, y más atrás en el tiempo algunos filmes que marcaron época, como Besos en la frente y Garage Olimpo, entre una veintena más. Los que son más del palo de la televisión la pueden haber visto recientemente como la genetista bisexual de 23 pares, pero ante todo como la inolvidable María Elena Fuseneco de Casados con hijos, histriónico personaje que se volvió una parte indisoluble del imaginario popular rioplatense. En Uruguay se la había visto últimamente interpretando, junto a Ricardo Darín, la obra teatral Escenas de la vida conyugal, dirigida por Norma Leandro. 
Su papel en La luz incidente es de los más contenidos y serios que le han tocado interpretar. Quizá también haya sido el que más le costó: un drama recargado puede no ser el hábitat natural para una actriz que parecería diseñada para la comedia. Sin embargo su resultado es sorprendente: el personaje logra trascender, construir la historia e impactar profundamente, y el papel le ha granjeado premios a mejor actriz, muy justamente ganados en los festivales de Mar del Plata y Punta del Este. 
Luego de un día dedicado a las entrevistas, Érica mantenía intactos su entusiasmo y energía, y en la conversación que mantuvimos dio muestras de su buena disposición y, más que nada, de su inagotable expresividad. A lo largo del encuentro supo subrayar sus palabras con gestos y muecas imposibles de transcribir, lo que hizo que el intercambio, además de interesante, fuese particularmente divertido. 

Estudiaste hasta cuarto año de psicología, ¿qué fue lo que te hizo decidirte por la actuación? 

—Me costó mucho llegar a cuarto, porque iba siguiendo unas pocas materias por año. Y lo hacía mientras trabajaba como actriz aquí y allá. Hice la carrera porque mis padres son ambos universitarios, y para ellos era importante que yo pasara por la universidad, que tuviera un título. Esta necesidad de ser psicóloga era por si me llegaba a ir mal como actriz. 

—¿Entonces estudiaste la carrera para complacerlos? 

—No solamente para complacerlos, sino para complacerme a mí misma en el miedo de que no me fuera bien. Es muy difícil ser actriz, y la mayoría de la gente no se gana la vida con esto, entonces era muy probable que no me bastara. Mis viejos además no sabían, no son del palo, para ellos era muy difícil ayudarme o darme palabras de aliento respecto de la actuación; les gustan grandes actores, como Norma Leandro, Alfredo Alcón, y veían ese mundo como algo inalcanzable. Yo iba a ver a esos monstruos y pensaba que jamás iba a poder, entonces mejor tener una carrera hecha, por las dudas. 

—¿Creés que hubieras sido una buena psicóloga? 

—No, sería malísima… Nunca pude tener distancia, algo que necesita una profesional. Ni con los relatos de los pacientes que oía, ni siquiera con los relatos que leía estudiándolos: empatizaba, soñaba con ellos, se me hacían carne…

—Te metías en “los personajes”… 

—Me parecía tan alucinante lo que leía, tan bárbaro descriptivamente, que me hacía sentirlos como actriz: es como descuartizar a los personajes, poder darme cuenta de los síntomas, las historias de cada uno. Yo hice la carrera en la UBA (Universidad de Buenos Aires), cuando di el complejo de Edipo de pronto sentí que había entendido todo, y empecé a verlo todo desde esa perspectiva, con esa lupa. Todo fue material para la actriz… ¡pero para la psicóloga nada! Como psicóloga me moría de miedo de que viniera un paciente al que no pudiera ayudar… Cuando empecé a tener las prácticas volvía a casa llorando… Vivía mucho la vida de los pacientes. 

—Pero entonces lo que aprendiste en la carrera te sirvió mucho para lo que hacés ahora… 

—Para mí es muy importante todo el aprendizaje formal de la actriz. Tanto lo que aprendí en psicología como lo que aprendí en la actuación. Yo estudié actuación con un maestro bastante clásico, Augusto Fernández; que enseña análisis dramático, el método Stanislavski, es bien clásico. Me aferro bastante al aprendizaje formal, que para mí es una herramienta muy importante, y me hizo muy bien. Por supuesto que cuando viene la inspiración todo eso se me olvida, no me importa, pasa a un segundo plano. Pero cuando no me pasa –que es en general– utilizo ese bagaje. 

—Pero muchas de tus interpretaciones parecen viscerales. La actriz y directora Jazmín Stuart, por ejemplo, contaba que sos una actriz muy arrojada. 

—Como te contaba con la psicología, necesito primero un procesamiento formal, poder leer la historia, entender el análisis. Luego de ese estudio el personaje me aparece en el cuerpo, y cuando me pasa eso, no hay nada que me pueda decir es más así o asá, de repente apareció, y me aparece de una forma muy rara, de repente empiezo a pensar cosas, empiezo a soñar, engordo, adelgazo… pero sola, sin querer, sin decir: “este personaje es así”. El personaje empieza a tomarme… 

—¿Te sentís poseída? 

—Claro, ¡es una posesión! Un fenómeno Poltergeist (estalla en risas)

—En una ocasión dijiste algo que me gustó mucho: que te hiciste actriz porque no te bastaba con vivir una vida sola, y que preferías vivir muchas. ¿Siempre vivís a pleno tus personajes?, ¿cuando los terminás, te quedan cosas de ellos? 

—Sí, yo decidí ser actriz para entrar en muchas vidas, en muchas conciencias, para poder comprender mejor a las personas y tener posibilidades de no ser solamente lo que soy. No sólo ser Érica, mamá, actriz, sino también ser una mina que tuvo cuatro hijos, o ser una que nunca se casó, etcétera…, transformarme en distintas cosas para poder ser eso. Mirá, el otro día hablaba con Paulina García (la actriz chilena de Gloria) y decíamos eso; a ella le pasa algo parecido, me contaba que cuando ella no es un personaje, no sabe quién es… Cuando un personaje te toma, sabés cómo es, cómo reacciona, qué es lo que hace; pero cuando sos vos, de repente no sabés cómo sos. Es como que quedás en stand-by… esa es la sensación. 

—Ok, pero creo que eso nos pasa un poco a todos. Cuando tenemos mucho trabajo y estamos muy metidos en un tema, y de repente no lo tenemos más. Me imagino que un actor de repente tiene una zafra de mucho laburo y de golpe deja de tenerlo. Uno muchas veces es lo que hace, y de pronto al quedar en banda diez horas, le viene un ataque de ansiedad, o se deprime… 

—Sí, sí, puede ser sí. También porque cuando uno compone un personaje es también las dos cosas, uno es el personaje y no lo es, estás encarnando un personaje y al mismo tiempo te estás mirando. Tenés la tranquilidad de que no sos vos. Pero cuando vos sos vos no estás mirándote, simplemente estás siendo, y mucho no sabés por qué reaccionás así, por qué tenés ciertas características. No tenés la posibilidad de verte desde fuera, de perdonarte, de comprenderte o empatizar. Después capaz que eso lo podés ver en una terapia, pero en su momento decís “pero por qué hice esto”. Uno más que nada vive, y no estás reflexionando en lo que hacés. Cuando actuás sí, porque necesitás comunicarlo. 

Foto: Alejandro Arigón (Brecha)
—Me contó Ariel Rotter que lo bautizaste como “La máquina de decir que no”... Que le traías un montón de recursos juntos para tu personaje y que le decías: “Te traigo todas estas ideas, para que me digas a todas que no”. 

—¡Le encanta contar eso! Lo que te puedo decir es que fue el rodaje en el que más perdida me sentí. No podía comprender qué era lo que él quería contar, no lo pude comprender hasta que vi la película. Eso para mí fue muy frustrante, y creo que tiene que ver con el estado de Luisa… eso de estar perdida, de no saber para dónde ir. Yo como actriz y como persona –por lo que te decía antes– necesito saber cómo es. Ella está perdida, pero si yo ya sé que está perdida puedo darte opciones de “perdida”, digamos; pero si yo no sé que está así voy a plantear opciones para encontrar algo, para llegar a algo más concreto… Viste cuando uno dice “soy valiente”, lo que podés decir sobre eso es que sos valiente porque tenés miedo, si no, no te dirías valiente; serías “arrojada”, “dislocada”. Si vos no me decís como director: “Esta mujer tiene miedo pero igual lo hace”, yo no puedo entenderlo. Pero lo que pasa es que es una historia tan personal, y Ariel tiene una forma de contar que también pasó en los rodajes anteriores..., como es algo tan íntimo le cuesta comunicarlo. Eso fue terrible para mí. 

—Te gusta tener más control sobre tus personajes. 

—Sí, o por lo menos me gusta confiar, que el director te diga “no te preocupes, pensá en tal cosa, vayamos por acá”. Pero acá yo le decía: “Ariel, ¿qué carajo estamos haciendo?”. Me sentía en una nebulosa.

—También me dijo que en realidad vos sos naturalmente una comediante, y que te costó mucho el registro contenido y dramático de La luz incidente

—Sí. En algunas películas también había hecho personajes en un registro más serio, en Por tu culpa, por ejemplo. Para mí era importante cambiar bien el registro después de haber hecho Relatos salvajes, quería entrar en otro tono. En ese sentido no tenía grandes problemas, me interesaba hacerlo. Pero mi dificultad era que ni siquiera entendía ese tono… También en esta película yo especialmente me hacía la graciosa después del corte, porque era un bajón… entonces había que ponerle onda porque, en serio, nos suicidábamos en masa. Era un drama tras otro… ¡las nenas!, ¡el accidente!, ¡murió también mi hermano!... Yo decía: “Che…, por favor, saquen los objetos afilados de mi alcance”. 

—La protagonista toma barbitúricos (algo común en la época), y los baja con coñac; es decir, prácticamente una ruleta rusa… 

—Para mí las tendencias suicidas de ella son un tema enorme. Yo sentía una pulsión suicida muy grande, lo que pasa es que están las hijas, y eso es como el contrapeso, la imposibilidad de hacerlo es por ellas, esas nenas chiquitas necesitan a su madre, pero hay en el personaje una necesidad de irse… Es muy oscuro lo que le sucede. 

—¿Vos creés que es muy determinante la época en la problemática que vive la protagonista?, ¿o es un asunto que también podría existir hoy? 

—Yo creo que nos deja más tranquilos verla como algo que sucedió en los años sesenta. Hay un montón de gente que me ha dicho, “qué suerte que esto pasó”, y yo digo que viviendo en las afueras de la ciudad de Buenos Aires, conociendo mujeres que viven en los countries, totalmente abducidas por los hombres que trabajan, ellas sólo cuidando a los hijos… creo que les puede pasar perfectamente. Lo que pasa es que nosotros estamos en un palo en el que las mujeres laburamos, y donde el duelo por nuestra pareja puede ser algo muy duro pero no determina así nuestra existencia futura. Pero la respuesta que doy a tu pregunta es: ojalá hubiera pasado sólo en los sesenta, hoy pasa. Hay mujeres que no se arman sin un hombre, e incluso muchísimas dejan de lado sus profesiones para dedicarse a los hijos y a la casa.


—Nombraste como referentes a Niní Marshall y a Alejandro Urdapilleta, ¿por qué te parecen geniales? 

—Los dos inauguraron una posibilidad expresiva dentro de las posibilidades que tenemos los actores en este lugar del mundo. Niní Marshall entró en un lugar que tenía que ver con la farsa, eso que hacía como ella sola. Además escribía, actuaba, dirigía sus cosas. Además de que sus libretos son geniales y que cada vez que la escucho me muero de risa. No puedo creer que los haya hecho hace cincuenta años; era mujer y se impuso en un mundo de hombres, se impuso al peronismo. La sacaron del país por imitar a Eva Perón en una fiesta… Su vida es muy particular, para haber sido mujer en esa época. Urdapilleta era un dotado, físicamente, vocalmente, una especie de chamán en el escenario, un tipo que era tomado por este Poltergeist que te decía. Era magnético, incómodo, genial. También escribía sus cosas, creo que de él como escritor todavía nos falta una gran parte que todavía no ha salido a la luz. Pero ya vendrá, porque dejó un baúl lleno de escritos. Tiene dos libros editados, pero va a seguir dando cosas… Urdapilleta nació en Uruguay y tiene mucha relación con el país, porque una de sus escritoras favoritas, que también es una de las mías, fue Marosa di Giorgio. Él con Batato y Tortonese, otras figuras del underground, hacían textos de Marosa, unas performances increíbles que no están documentadas, pero que siguen siendo, en el boca a boca, legendarias. Batato en un momento se hizo mujer, y cuando estaba agonizando por el VIH le pidió a Urdapilleta venir a conocer a Marosa. Un día antes de que se muriera vinieron a verla a Uruguay. 

—Pasando a otro tema, ¿sentís que en Argentina está empezando a crearse un star system? 

—No… no lo siento así… Creo que por suerte estamos como en un suburbio, alejados de esas cosas. Cuando estuve en Cannes, por ejemplo, que teníamos guardaespaldas, vi ese mundo, y la verdad es que me siento muy lejos de eso.

—¿Y nunca te sentiste acosada por los medios? 

—La verdad es que yo tampoco hago cosas muy mediáticas… Sí me ha dado bronca tener que hacer tapas de revistas que no me interesan. Puteo en arameo cada vez que las veo, porque digo para qué carajo hago estas cosas, no me gusta nada. Aparezco diciendo boludeces como “me encantan las flores de mi jardín”, detesto decir eso, o ver que el periodista entendió cualquier cosa, o que elige cualquier frase descontextualizada y la resalta… Eso es lo único que me molesta, pero no lo creo propio de un star system. Sí siento que la mainstream del cine nos está mirando, porque se están haciendo cosas muy interesantes desde acá. Hay historias chicas, bien escritas, hechas con poco presupuesto. Empiezan a vernos, a comprar derechos para hacer remakes… Pero me parece que tenemos algo muy valioso, y es que estamos poco contaminados, tenemos maestros y referentes propios, así como gente que se dedica a hacer las cosas bien, sin importar si se vende o no. Eso es un valor que se está teniendo en cuenta. 

—El año pasado participaste en una manifestación de Ni una Menos, y fuiste una de las principales oradoras. ¿Qué tal fue la experiencia? 

—Interesantísima. Lo que me pasó fue que percibí que lo que pasa es algo mucho más inabarcable que los reclamos que hacíamos en ese texto que me tocó leer. Lo que uno pide como mujer o como movimiento es algo mínimo, en consideración a lo que está pasando. Si estás en la marcha te das cuenta. Es muchísimo más grande. Todo lo que tiene que ver con la legislación, las necesidades de catastro, la necesidad de cátedras de género en las universidades, de patrullas para ayudar a las víctimas de violencia de género, todas esas cosas, apenas cubrirían una partecita. Lo que pasa es enorme. Es muy difícil armar leyes en un minuto. Es difícil armar un museo de artistas mujeres, porque no hay ni una puta artista plástica mujer. Empezaron a venir más hombres a la convocatoria y eso me alegra mucho, los hombres también son víctimas, y también son parte de este asunto. Que se pueda catastrar, contabilizar a las víctimas de violencia es lo mínimo que se puede pedir, es algo que es obvio que hay que tener, pero el asunto escapa a todo eso. Vas con los numeritos y de repente se te aparecen minas que te dicen: “Por qué se habla sólo de las que fueron muertas, yo soy una sobreviviente”, y te muestran las cicatrices en el cuerpo… La problemática es muchísimo más amplia de lo que se piensa, e implica demasiadas cosas. 

Publicado en Brecha el 18/11/2016

La luz incidente (Ariel Rotter, 2015)

El mejor cine del mundo


No hay caso, Argentina brilla como casi ningún otro país del mundo en materia cinematográfica. Si bien durante los últimos años han podido verse películas originales y sobresalientes como El estudiante, La mirada invisible, Amateur, Abrir puertas y ventanas, Los dueños, Relatos salvajes, Los cuerpos dóciles, La tercera orilla o Juana a los 12, esta obra, por difícil y extraño que pueda sonar, cumple con la tarea de superarlas a todas ellas, con creces. 
Y es que hace tiempo que no se veía un cine tan visceral, vivo y original, de esos que aparecen raramente y que se imponen aislados, sin que podamos compararlos, etiquetarlos, parcelarlos de manera alguna. La clase de cine que relata una historia recargada, poderosa, imborrable. 
Luisa (Érica Rivas) acaba de enviudar. En su deambular errático, su rostro apagado y cansado, en sus notorias dificultades para levantarse de la cama, para hacerse cargo de sus hijas y de tareas administrativas de rigor tras la muerte de su marido, puede verse claramente que atraviesa una profunda depresión. Pese a la pulcritud en su peinado y sus atuendos, le cuesta desplazarse y hasta pensar. Pero la presión social y la responsabilidad pesan sobre la protagonista: aún es joven y debería darle a sus hijas una “estructura” nueva. Esto es: debe movilizarse para conseguir un nuevo marido. Es en una fiesta que conocerá a Ernesto (Marcelo Subiotto), un cuarentón de buen pasar, que parecería el partido ideal y que, sorprendentemente, también está soltero. Lógicamente, este candidato idealizado acabará demostrando ser su opuesto radical. 


Mucho se habla de una adaptación de época perfecta, de una fotografía y una dirección de arte potentes, de planos armónicos que proveen a la película de una cadencia sumamente particular. Pero hay cuatro detalles que vuelven a esta obra tan singularmente impactante: el primero es una dupla actoral insuperable. Érica Rivas es una intérprete descomunal, que trasmite estados de ánimo complejos a partir de reacciones mínimas, pequeños gestos, exhalaciones. Su contrapartida, Marcelo Subiotto, logra un personaje incómodo como pocas veces se ha visto, capaz de generar sensaciones encontradas de empatía y rechazo. Si bien ambos actores son excelentes, el director Ariel Rotter (Sólo por hoy, El otro) va desplegando y exponiendo un conflicto de forma gradual, logrando que, al tiempo que comprendemos las razones y motivaciones de los personajes, también asimilamos la complejidad y la gravedad de un problema tan profundo como inmaterial. En tercer lugar, se trata de un abordaje ponderado que evita sabiamente la manipulación, esquivando los extremos. Nada es blanco o negro en la propuesta, no existen sensaciones o sentimientos puros en la protagonista, y las cuestiones de fondo del planteo no son nunca verbalizadas, de modo que es el espectador quien acaba construyendo el significado. Cuarto, la película en su totalidad destruye, aniquila por completo ciertos valores dominantes o verdades de Perogrullo, aquellas que señalan que un postulante caballeroso, con un buen pasar económico y con buena predisposición hacia la pareja debe ser forzosamente un buen candidato. 
Intensa, recargada y terrorífica a su manera, La luz incidente habla de fibras profundas, reconocibles e inherentes a los seres humanos en general, así como de un orden social alienante y opresor. Se requiere una sensibilidad artística muy particular para captar estas problemáticas enquistadas en nuestras sociedades, y para saber trasmitirlas con tal solidez y fuerza. Ariel Rotter lo ha logrado. 

Publicado en Brecha el 18/11/2016

viernes, 4 de noviembre de 2016

La fiesta de las salchichas (Sausage Party, Greg Tiernan, Conrad Vernon, 2016)

Orgía en el supermercado 


Como contrapartida a esa manía de la animación mainstream y especialmente de Pixar de humanizar cuanto objeto inerte exista, ya sean juguetes, lámparas de mesa, robots, medios de transporte y hasta volcanes, esta película lleva esa fantasía infantil al extremo del absurdo, convirtiendo a todos los alimentos de un supermercado en seres parlantes, dotados de personalidad y sentimientos. Cada objeto disponible en las góndolas se presenta como un posible personaje, y a veces un solo paquete cuenta con varios de ellos, como son los protagonistas: salchichas (panchos) y panes de Viena. Esta humanización trae un costado sumamente incómodo; por un lado, la idea es terrorífica, y al mismo tiempo la empatía es dolorosa en el sentido de que, de tener vida los objetos, sería una especialmente ardua. Con esta doble incomodidad juega constantemente esta película.
“Advertencia, sexo explícito entre alimentos”, señala uno de los pósters. Lo curioso es que no hay nada de exagerado en la frase, efectivamente La fiesta de las salchichas cuenta con una escena de sexo desopilante y realmente sorprendente. El mensaje es parte de la campaña de promoción del filme, pero sería igual de pertinente otra advertencia referente al gore u otras escenas gráficas de destripamiento o trituramiento de alimentos “vivos”, por raro que esto suene.
Los productos del supermercado viven una existencia pacífica, siempre a la espera de que un comprador los elija y los lleve al “gran más allá” de las puertas corredizas; su único miedo es el de quedar caducos antes de ser comprados, lo que supondría que irían a parar al tacho de basura. Su sistema de creencias los lleva a pensar que los “dioses” (es decir, los humanos) son seres todopoderosos que actúan según designios inescrutables, y quizá la genialidad de la película sea jugar con ese costado oscuro de la vida y de la muerte: qué sucedería si en vez de ese lugar luminoso y de ensueño que esperamos nos tocara enfrentar el más horrendo de los infiernos. En este caso, los “dioses” los eligen para trozarlos, sacarles la piel, hervirlos, freírlos o directamente masticarlos en crudo. Varias escenas que muestran, con clima de pesadilla, estos sucesos, sirven como dura metáfora de realidades inhóspitas, como cuando una de las salchichas sale a la calle y se encuentra con un preservativo usado que relata su desagradable historia, o con granos de choclo, aún vivos, hundidos en la mierda. 
Todo este delirio está integrado a una película desternillante, repleta de chistes sexuales que pisan constantemente la total incorrección. Un punto notable es haber integrado al cuadro a dos directores de animación, conocidos por haber hecho películas infantiles, y también a Alan Menken, compositor frecuente de Disney, como para crear una estética “infantil”, que resalte aun más las constantes salidas de tono. El principal responsable de este despropósito es el productor, actor y guionista Seth Rogen, quien reunió a un montón de amigos (hoy ya son casi una secta: Evan Goldberg, Jonah Hill, Bill Hader, James Franco, Danny McBride, David Krumholtz, Craig Robinson, Paul Rudd) para lograr tan divertido desmadre. La fiesta de las salchichas es de esas raras animaciones calificadas en Estados Unidos como “R”, o sea, para mayores de 17 años. En este caso, la estampa está plenamente justificada. 

Publicado en Brecha el 18/11/2016