viernes, 29 de abril de 2016

A War (Krigen, Tobias Lindholm, 2015)

Una presencia poco pertinente 


Fue una de las nominadas a mejor película extranjera el año pasado –perdió con la también brillante Son of Saul–, cuenta con un 90 por ciento de aprobación crítica en el sitio Rotten Tomatoes, y Peter Keough del Boston Globe la califica en su reseña como una de las mejores películas de guerra de todos los tiempos. Exageraciones al margen, Krigen (A War es su título internacional) merece una mirada atenta, ya que no sólo plantea una aproximación a la guerra (o invasión, mejor dicho) a Afganistán desde una perspectiva muy novedosa, sino porque además su presentación de ella escapa completamente a lo que cabría esperarse. 
Dinamarca fue el país que desplegó el porcentaje mayor de sus fuerzas armadas en Afganistán (750 efectivos), y también el que tuvo, proporcionalmente, más soldados muertos. Tanto el Departamento de Defensa como los voceros gubernamentales daneses han dicho que la presencia de sus tropas cumplía la misión de preservar la paz, y en ocasiones quisieron “venderla” como una iniciativa para darle asistencia y víveres a los civiles, salvarlos de los talibán, ayudar a reconstruir escuelas y auxiliar a ancianos e incapacitados de trasladarse. Lejos de todo ello, el conflicto significó una pesadilla para los civiles que corrieron con la suerte de vivir cerca de sus bases, y esta película se ocupa de dar claras muestras de ello. 
El comandante de compañía Claus M Pedersen es un líder ejemplar. Considerado con sus hombres, escucha sus peticiones, los comprende cuando están superados por el miedo e incluso busca la forma de planificar su regreso a casa cuando ellos se sienten sofocados por el entorno. Para levantar la moral de sus tropas, él mismo se expone en ciertas misiones, participando en una posición similar a la de sus subordinados. Por otra parte, se muestra atento con la población, intentando ayudar a los locales hasta donde sus posibilidades se lo permiten. 
En el día a día, el batallón a su cargo se dedica a desactivar minas en el desierto, localizar blancos del enemigo y derribarlos desde lejos. Pero un día las cosas se van de madre cuando los talibán amenazan con atacar una familia; un pequeño comando danés intenta defenderla, pero allí mismo será emboscado. El comandante, ante la desesperación de ver rodeado a su equipo, ordena un bombardeo sobre la zona y se asegura una salida. Pero como consecuencia de su decisión mueren niños y mujeres afganos. Claus es removido de su cargo y tiene que enfrentar a un tribunal que podría condenarlo a cuatro años de prisión; el dilema moral se hace presente, si Claus miente puede evitar su pena, si asume su culpa, de seguro lo meten preso. 


Es así que esta película toma una posición atípica y especialmente incómoda: la perspectiva de un hombre culpable que se enfrenta a un tribunal de guerra y a una abogada por los derechos humanos. No caben dudas de que el protagonista no tuvo intención de hacerlo, pero también está claro que con su desesperada decisión asesinó gente inocente. 
Por si este problema no fuese lo suficientemente complejo y sugerente, hay algo más que la película se encarga de mostrar, aunque no sea tomado en cuenta en el juicio al comandante: el protagonista no es sólo el responsable involuntario de un bombardeo sobre civiles, sino que además, poco antes, había enviado a la muerte a una familia entera por no querer alojarla una noche en su cuartel. Estas primeras muertes no están en tela de juicio, en ningún momento son cuestionadas y, a pesar de que el protagonista es directamente responsable, por ellas no hay consecuencias; ¿podrían haberse evitado?, quizá no, pero está fuera de dudas que acontecieron debido a la presencia de los soldados daneses en la zona. Por cierto, se necesitan dos fuerzas contrapuestas para que una guerra sea tal, y esta película muestra lo impertinente, improductivo y hasta perjudicial de la presencia de fuerzas armadas extranjeras en el lugar, por más que se presenten con la mejor de las voluntades. 
El director Tobias Lindholm es la gran revelación del cine danés, y ha demostrado una gran capacidad para filmar historias atrapantes y plasmarlas con el mejor de los ritmos. Con R (2010) logró una trepidante y cruda inmersión en el género carcelario, luego A Hijacking (2012) se adelantó en un año a la anécdota de Capitán Phillips, superando a esta última por varias cabezas. Es, además, guionista de otras películas notables, como La caza y Submarino (ambas dirigidas por Thomas Vinterberg). Y lo mejor es que, con sólo 38 años, aún tiene muchísima más guerra para dar.

Publicado en Brecha el 29/4/2016

miércoles, 27 de abril de 2016

Tangerine (Sean Baker, 2015)

La otra marginalidad 


El título de esta película refiere a un aroma particular y a un color anaranjado incandescente que se vuelve la esencia sensorial del planteo. Una fotografía vistosa, de colores saturados, es de los primeros aspectos que despiertan la atención; la original estética fue lograda en parte gracias a lentes anamórficos que permiten captar la luz con gran cantidad de matices, más un pulido final en el trabajo de posproducción que resalta los colores. No es lo único que puede impactar en un comienzo: a los estudiantes de cine o realizadores les resultará también extraño el seguimiento íntimo de las cámaras a los personajes y que, aún así, las tomas sean tan estables y pulcras. A pesar de que Tangerine fue filmada íntegramente con I-phones, los enfoques son limpios y carecen de los temblequeos propios de llevar cámaras tan livianas y pequeñas. Para lograr esta estabilidad, lo último en tecnología de steadycams amortigua los movimientos bruscos. El resultado es una aproximación a los barrios bajos de Los Ángeles como nunca se había visto, la presentación de un submundo que, en oposición a lo acostumbrado, es completamente nítido, luminoso y vital. 
La travesti Sin-dee-rella acaba de ser liberada luego de 28 días de reclusión por posesión de drogas. En seguida, se entera por medio de su mejor amiga –también travesti– que su novio-fiolo la estuvo engañando con una de sus prostitutas, durante su estadía en prisión. Así es que arranca una imparable y sobregirada travesía a través de los suburbios, en busca del proxeneta con el que corresponde ajustar cuentas. En este trayecto se encontrará con otras travestis, prostitutas y clientes, policías, traficantes, adictos varios y un taxista rumano obsesionado con ella. 
Para el abordaje, el director Sean Baker (Príncipe de Broadway, Starlet) mezcló actores profesionales y no profesionales con una soltura envidiable, al punto de que no podría decirse cuál de ellos es uno u otro, y a pesar de que la variada música se impone reforzando el artificio, el realismo logrado es sobresaliente. Más allá de esto, Baker logra echar luz sobre un grupo de marginales, sin hacer concesión alguna ni a los estereotipos ni a la corrección política. Los personajes no son lo que queremos que sean, ni lo que creeríamos que son; por dar un ejemplo, durante la mayor parte del metraje hay un personaje invisible al que se hace referencia continuamente, justamente el proxeneta que suscita la travesía. Desde un comienzo se lo pinta no sólo como el villano de la película, sino además como un tipo particularmente insensible, abusivo, traicionero. Cuando por fin aparece, comprendemos que no es nada de eso sino que se trata simplemente de un ser humano equiparable a cualquier otro; uno esencialmente defectuoso, pero en definitiva un tipo tan detestable como querible, sentimental y desconsiderado, honesto y al mismo tiempo algo sádico. Esta clase de dualidades parecieran presentes en cada uno de los personajes principales, lo cual nos acerca a ellos muy a pesar de sus exabruptos y los juicios que pudiéramos tener sobre su comportamiento. 
Tangerine es una joya, un refrescante oasis en medio del cine independiente estadounidense actual. También de la clase de películas que tienden puentes emocionales y llevan al espectador a conectar, al menos por un rato, con ciertas minorías discriminadas.

Publicado en Brecha el 22/4/2016

viernes, 15 de abril de 2016

As the Gods Will (Takashi Miike, 2014) y Tag (Sion Sono, 2015)

Desequilibrios nipones


Si existiera un improbable índice de demencia cinematográfica, Japón sería el país que los lideraría a todos, robando además por varias cabezas. Son inconcebibles los grados de delirio a los que suelen llegar las más fantasiosas obras provenientes de ese país, y es ciertamente lógico que muchos espectadores, hartos de los esquemas hollywoodenses, busquen refugio en este cine masivo alternativo, que al mismo tiempo entretiene y sorprende, rompiendo con formas y esquemas dominantes. 
Hace cinco años hablábamos de Takashi Miike (Audition, Visitor Q) como uno de los mayores enfermos mentales del cine mundial. Con un ritmo exorbitante lanzaba anualmente un sinfín de películas de lo más variadas, incluyendo desde el cine de terror más extremo hasta la comedia musical, del cine de acción de yakuzas al drama histórico, del mecha (robots gigantes) a la psicodelia existencial. Aun en sus películas más convencionales el cineasta permitía ver una autoría caracterizada por los excesos, la mezcla de géneros y una imaginación desaforada. 
Pero en los últimos años el gran Miike –quien con 55 años ya tiene unas 90 películas filmadas– disminuyó su ritmo, algunos de sus filmes parecieron adquirir un formato estándar y –en ese momento en que bajó la guardia– fue opacado y casi que hasta superado por un nuevo maestro, que amenaza arrebatarle el trono de japonés más delirante (y brillante) de la actualidad. Curiosamente, el inclasificable Sion Sono (Coldfish, Why Don’t You Play in Hell?) se impuso en los últimos años como uno de los cineastas más prolíficos del mundo, ya que en este último 2015 dirigió siete películas, a cada cual más desquiciada. 
Como si Miike quisiese demostrar que no lo van a derrotar así como así, ni que va a tirar la toalla sin dar una buena pelea, filmó la notable As the Gods Will. En esta los alumnos de una escuela secundaria ven sus monótonas clases sustituidas por juegos de muerte que, en comparación, dejarían a Los juegos del hambre como una auténtica chiquillada. Los participantes son empujados por la fuerza a juegos dificilísimos que, además, no son otra cosa que carnicerías: los muertos se acumulan en montañas, y de una clase entera participante sobrevive tan sólo uno o quizá dos alumnos, que pasan a la etapa siguiente. El ambiente es pesadillesco pero se vale de colores vivos y una iconografía inspirada en juegos infantiles, y la historia se sirve de un ritmo abrupto y vertiginoso, por el cual se pasa directamente a la acción sin detenerse en presentaciones de personajes más que por algún breve flashback. Pero además los desafíos son terribles y los participantes deben exprimirse las neuronas en tiempo récord y bajo extrema presión para descifrar y finalmente burlar su lógica intrínseca. As the Gods Will es un Miike recargado, sobregirado como nunca, extremadamente entretenido. Y lo que es mejor, deja su final abierto para una secuela. 


En cuanto a una de las últimas películas de Sono, Tag, también parte de un grupo de secundaria, pero esta vez integrado solamente por chicas. Si el comienzo de As the Gods Will es excelente, el de Tag no lo es menos, una introducción como nunca se ha visto en el cine: dos ómnibus viajan a través de la ruta que cruza un bosque, y es captado el grupo de adolescentes que se encuentra a bordo de uno de ellos; se divierten, juegan a arrojarse almohadones de plumas. A una de ellas, que pese al ruido impuesto por las demás intenta escribir poemas en su diario, le hacen caer su lapicera: en el momento en que se agacha a recogerla en el pasillo, una ráfaga de viento corta el ómnibus a la mitad, y con él a todas sus compañeras de clase, dejándola como la única sobreviviente en medio de una treintena de cadáveres partidos en dos. De ese momento en adelante se desarrollará una historia casi surrealista, etérea, hermosamente filmada, concebida con el material del que están hechos los sueños: un viaje en el que se irán sucediendo diferentes situaciones sin razón aparente, por lo general inesperadamente interrumpidas por exabruptos de violencia. Lo más interesante del asunto es que, conforme avanza la historia, la misma protagonista irá convirtiéndose sucesivamente en otras personas; por detrás de la insensatez del planteo, se asoman algunos subtextos y, finalmente, se impone la alegoría. 
Sono había demostrado estar muy mal de la cabeza, ser infernalmente divertido y filmar como los dioses. No sabíamos que, además, era un gran poeta.

Publicado en Brecha el 15/4/2016

viernes, 8 de abril de 2016

El precio de un hombre (La loi du marché, Stepháne Brizé, 2015)

Mantener la dignidad 


El cine social francés quizá sea el mejor del mundo, o al menos puede decirse que a nivel mundial se encuentra –con sus diferencias, naturalmente– cabeza a cabeza con el rumano y el iraní. Cineastas como Laurent Cantet, Abdellatif Kechiche, Ursula Meier y Robert Guédiguian son sencillamente de los mejores realizadores en el registro, y han depurado un estilo muy particular –que de a ratos es también compartido con otros cineastas europeos, incluyendo a los ineluctables hermanos Dardenne–, sustentado en una naturalidad sobresaliente y un talento específico para las situaciones coloquiales y cotidianas. Es verdad que suelen presentar cuadros bastante alejados de los que vivimos en el Tercer Mundo (aquí tendríamos que agregarles un Iva de gravedad), pero de todos modos nos permiten reflexionar sobre problemas globales de los que no somos en absoluto ajenos. 
En este registro, y otra vez en torno al universo laboral y los cambios acontecidos en los tiempos que corren –recordar El empleo del tiempo, Recursos humanos y La cuestión humana–, es que se presenta el cuadro en que un hombre de 51 años (brillante Vincent Lindon) lleva ya 20 meses de desempleo, luego de ser despedido de su trabajo como obrero especializado (es que salía más barato comprarle a los chinos). Ya está harto de hacer cursos inútiles o de ser rechazado en cuanto trabajo se presenta, y las entrevistas laborales son sólo una parte de las sucesivas humillaciones que le toca atravesar. Quitando el foco de los problemas concretos del hombre, esta es una película sobre el difícil equilibro que supone, para un individuo que necesita trabajar a toda costa, mantenerse en sus cabales. O mejor dicho, de la dificultad de conservar la dignidad cuando deben reducirse paulatinamente las expectativas respecto a la calidad de vida, cuando la persona debe desoír sus principios o su simple necesidad de ser considerada un ser humano. Al verlo continuamente en situaciones degradantes podemos contemplar hasta qué punto el mercado laboral puede convertir a un hombre en un individuo atomizado, egoísta y, lo que es peor, inescrupuloso. La conciencia de clase tiende a desaparecer cuando se impone la desesperación. 
El director Stepháne Brizé, con ocho películas en su haber, ya merece ser visto como uno de los grandes. Simplemente ha filmado dos películas que en su momento fueron de lo mejor de sus respectivos años: Un affaire d’amour (2009) y Algunas horas de primavera (2012). Lo verdaderamente meritorio de Brizé parecería ser que sus películas colocan a la audiencia en situaciones que perfectamente pueden pasar como reales, que sirven como espejos en los que verse, y que al mismo tiempo pueden llevarle a evaluar causas, posibilidades, consecuencias, compartiendo las dificultades de los protagonistas en dar con una solución sencilla. Un cine que nos lleva a repensar nuestra vida y nuestro entorno, no es poca cosa.

Publicado en Brecha el 8/4/2016

viernes, 1 de abril de 2016

XXXIV Festival Cinematográfico Internacional del Uruguay

De cine, cuatro platos

A veces se tiene muy mala suerte y se asiste justo a las peores películas del festival, otras veces, con un poco de acierto y un buen asesoramiento, uno puede dar con un puñado de películas sobresalientes. En cualquier caso, asistir a un festival supone la oportunidad de ver un cine distinto que, aunque pudiera no colmar del todo nuestras expectativas, supone una experiencia muy alejada de las que disponen las salas comerciales. Uno puede no gustar de una película surrealista y profundamente deprimente como La espuma de nuestros días (Michel Gondry, 2013) –por poner un ejemplo–, pero ningún espectador podría negar que se trata de una proyección absolutamente atípica, casi marciana, sin dudas muy diferente a todo lo que acostumbra a ver en salas el resto del año. Ir a un festival, dejarse llevar por sus caprichosas pesquisas es ante todo un ejercicio de apertura mental, de descubrimiento de nuevos mundos. Y muchas veces damos con auténticos diamantes en bruto, por lo que la aventura vale siempre la pena. A continuación, varios de los hallazgos con los que pudo dar este cronista. 

Tangerine (Sean Baker, Estados Unidos, 2015)


Tangerine es la bomba. Se trata de una diligente travesía a través de los suburbios de Los Ángeles, de la mano de dos travestis airados que salen a la búsqueda de un proxeneta con el que ajustar cuentas. En su recorrido se cruzarán con muchos travestis más, con prostitutas, policías, traficantes, adictos varios, un taxista rumano y sus allegados. Si la anécdota, ambientada en un entorno marginal y repleta de personajes border ya es de por sí notablemente atractiva, la puesta en escena es asimismo sobresaliente: fue filmada íntegramente con i-phones, pero gracias a las nuevas tecnologías en lo referente a steadicams las tomas son limpias, sin temblequeos o movimientos bruscos. También se hace un uso formidable de la paleta cromática, con colores chillones y saturados pero siempre armónicos. Pese a que la variada música (electrónica, clásica) se impone reforzando el artificio, sorprendentemente la propuesta no deja de ser realista. Para ello es probable que tanto la proximidad que permiten las cámaras (los celulares, mejor dicho) como el uso de actores no profesionales hayan sido grandes aciertos. 
Por lo pronto el director Sean Baker ha logrado una de las mejores películas de este festival, una obra fresca, repleta de buenas ideas, con buen ritmo, una estética atrapante y ambientada en un entorno atípico. Más allá de todos los méritos anteriormente nombrados, no es común dar con una película que equilibre tan bien la comedia, el drama y el cine social, que delimite personajes tan complejos como queribles, que transgreda al mismo tiempo que divierte y emociona. Y, no menos importante; es notable que en este paquete se logre humanizar a un puñado de representantes de una minoría de parias, demostrando los muy cercanos conflictos que viven aquellos que realmente tienen poco para perder, relegados a los últimos confines de la exclusión social. 

Las letras (Pablo Chavarría, México, 2015)


En las antípodas en estilo y forma, se encuentra el extrañísimo documental mexicano Las letras. Se trata de una joyita igual de innovadora y personal, pero esta vez carente de una narrativa lineal, de una intención clara o explícita, o siquiera de pistas claras que nos orienten en su recorrido. Por supuesto, se trata de un cine bien propio de festivales, del que muchos espectadores huirán despavoridos por no atenerse a parámetros reconocibles o a lineamientos nítidos; pero quien esté preparado para una inmersión sensorial y vivencial, no le tenga miedo a los experimentos audiovisuales y guste encontrarse dentro de las salas con un mundo de atmósferas y sentimientos plasmados, no deberían dejar de pasar esta notable producción. La nueva película del gran Pablo Chavarría Gutiérrez supone un viaje flotante y onírico a través de La Sierra Madre Oriental, un universo agreste en el cual los habitantes de la Comunidad El Bosque convergen con la naturaleza, se desempeñan en juegos o en labores mínimas, recorren los vastos terrenos. Para su captura, el director hace uso de variados recursos cinematográficos: cámaras invertidas, juegos con los focos, repeticiones en loop y un montaje que vincula escenas aparentemente inconexas, aunque armónicas en sus paisajes sonoros. 
Lo que se esconde detrás de lo visible es la historia de Alberto Patishtán Gómez, profesor y activista indígena que fue condenado injustamente a una reclusión de sesenta años, por el asesinato de cinco policías. Luego de trece años de confinamiento, el Poder Ejecutivo de México reconoció que hubo una violación de sus derechos durante su proceso penal, y por ello le fue concedido el indulto. Pero esta película no apunta al panfleto ni a la denuncia explícita, por el contrario, apunta a captar esos espacios perdidos que le fueron vedados a Patishtán, un mundo agreste y repleto de vida al que esporádicamente le son superpuestos algunos de los escritos del activista, cálidos, humanos y esperanzadores. 

Demonio (Marcin Wrona, Polonia / Israel, 2015)


La anécdota de la polaca-israelí Demonio, de Marcin Wrona se centra en un joven que llega a la Polonia rural, para casarse en los terrenos campestres de la acaudalada familia de su novia. Recorriendo las inmediaciones de la antigua casa que la pareja obtiene como dote, el protagonista encuentra enterrados restos humanos, y luego de una breve estadía comienza a desarollar un extrañísimo comportamiento. Es en plena boda que Piotr comienza a dar señales de que algo muy malo le sucede: convulsiones, una agresividad a flor de piel, visiones extrañas. Cuando el novio comienza a hablar en yiddish ya nadie parece dudarlo: fue poseído por una antigua alma en pena; más exactamente, por un "Dybbuk", espectro de las leyendas judías; entidad sobrenatural que invade un recipiente humano, con el objetivo de completar aquello que no pudo realizar en vida. 
Pese a los intentos de la familia y, sobre todo, de su suegro de tapar y acallar el suceso, y de embriagar bien a los festejantes para que no se den por enterados, poco puede hacerse para ocultar los horrores ancestrales (y no tanto) que circundan a la familia. Los lugares comunes del cine de terror que en un principio parecían llevar la narración de forma convencional dan paso a una atmósfera lúgubre y patética, de fuerte contenido alegórico. Mientras los personajes son superados por la situación –incluído un cura que, como buen representante de la iglesia opta por mirar para el costado– se va dejando en evidencia cómo aquellos que en el pasado dieron vía libre a los nazis para sus planes de exterminio, hoy empeñan en la misma zona los terrenos para su devastación y explotación megaminera. Polonia parece condenada, y no es precisamente el dybbuk la peor de las amenazas. 

Nahid (Ida Panahandeh, Irán, 2015)


Como los asiduos del festival ya están enterados, el cine iraní suele lanzar año tras año varias de las películas más solidas de la programación, y Nahid no es una excepción en este sentido. Quien da con su nombre el título es una mujer de mediana edad, divorciada y con un hijo, que vive en una ciudad en la costa del Mar Caspio. Su exmarido es un yonki en rehabilitación, pero aún con esa característica la ley iraní dispone que sea él quien se quede con la custodia; en un pacto de palabra, el exmarido acepta que ella viva con su hijo, con la condición de que no vuelva a casarse con otra persona. Aquí es que surge una complicación puramente iraní: los casamientos temporales, ideados para que los adultos puedan tener relaciones sexuales –aunque sea por una vez– sin faltar a la ley. Nahid conoce a un hombre que, al menos en apariencia, parecería cercano a un ideal: atento, bien plantado, con una situación económica desahogada. Pero los problemas de Nahid no son pocos y el sistema legal y de creencias imperantes no sólo no toma en consideración a las mujeres divorciadas, sino que parecería complotar para hacerles la vida imposible. Nadando en un mar de complicaciones, el cuadro que envuelve a Nahid da cuentas de la lucha inagotable que debe dar una mujer sola por salir adelante; el casamiento temporal que contrae con su nuevo candidato puede ser lo legalmente establecido, pero también le pesa como una maldición. 
Con una aproximación austera, despojada de artificios dramáticos –el rostro atormentado de Nahid ya es más que suficiente– la cineasta Ida Panahandeh presenta un mundo de conflictos humanos determinado por estructuras paternalistas arcaicas. La narrativa cíclica da cuentas de una maraña adulta en la cual los problemas se suceden unos a otros indefinidamente: quizá algunos pudieran disolverse, pero también terminan abriéndole camino a otros nuevos. Y, pareciera decir Panahandeh, en este trajín los más afectados son los niños, quienes observan desorientados circunstancias que los exceden, y que dejan en ellos huellas imborrables.

Publicado en Brecha el 1/4/2016