jueves, 24 de septiembre de 2015

Sicario (Denis Villeneuve, 2015)

La nueva droga de Villeneuve 


El director canadiense Denis Villeneuve es un talento sobresaliente que en los últimos años se ha desempeñado en dramas adictivos y de primer nivel, provistos de actuaciones soberbias, atmósferas envolventes y temáticas incómodas. Falta dar un vistazo a sus tres últimas producciones, tanto Incendies (2010), como Prisoners (2013) y Enemy (2013) son películas de una solidez y una factura formal sorprendentes. Lo más difícil es, considerando semejante trayectoria, mantenerse a la altura de las expectativas, pero el cineasta no sólo lo logra sino que además ha demostrado ser un bicho muy raro en lo que refiere al panorama del cine internacional: se supone, por infinidad de experiencias, que los directores "extranjeros" (es decir, todos los no estadounidenses) que comienzan a trabajar en Hollywood terminan adaptando su estilo a los requerimientos y los formatos de la industria, viéndose su autoría y sus libertades cercenadas y sus películas convertidas en una caricatura artificiosa de lo que alguna vez fueron. Pero en el caso de Villeneuve, hasta ahora la situación parecería ser la inversa; el director se las ha ingeniado para plantear películas con una impronta muy personal, utilizando a su favor el andamiaje de Hollywood y su star-system
Así como es imposible empezar a hablar de este filme sin hablar de Villeneuve, también lo es sin nombrar al inmenso Benicio del Toro. Si bien el actor portorriqueño nos viene sorprendiendo desde hace rato, nunca había participado en una película que le calzara tan bien. Está claro que ninguna otra persona podría haberse desempeñado en el papel de ese ambivalente, complejo, atribulado y profundamente oscuro y misterioso agente, y que sólo del Toro con su presencia y su calma expresividad podía darle al papel la fuerza requerida. De no haberse conseguido a este actor, claro está que la película habría sido otra, muy diferente. 

La trama nos sitúa de lleno en un ambiente truculento: la lucha de los Estados Unidos contra los cárteles y el narcotráfico mexicano en su ingreso al país. La protagonista (Emily Blunt, notable como de costumbre), una agente del FBI especializada en secuestros es reclutada para una misión especial, cuyo cometido ignora por completo y en la que su superior (Josh Brolin, también estupendo) se regocija dosificándole la información de a cuentagotas, por lo que tanto ella como el espectador, en idéntico desconcierto, irán iniciándose en una suerte de tour a través de los horrores del narcotráfico, desde El paso a Ciudad Juárez, donde la violencia es ejercida por ambos bandos y los agentes estadounidenses incurren en cuanta ilegalidad existe para "combatirlo". 
Como en Sin lugar para los débiles, se pondrá en entredicho la viabilidad de ciertos principios, de ciertas formalidades y, por supuesto, de los viejos heroísmos aplicados a la lucha contra un insondable entramado de corrupción. Lo más importante, y el gran acierto conceptual de Villeneuve es el de plantearlo ya no como una lucha –hasta se demuestra lo ridículo que es pensar en ello– sino en la estrategia más viable de entretejer influencias y alianzas y, para postre, de concretar alguna que otra venganza personal. 
El veterano director de fotografía Roger Deakins trabajó con los Coen, Darabont, Scorsese, Costa-Gavras y decenas de directores más, pero nunca se había visto un trabajo tan poderoso de su autoria; asimismo, la progresiva banda sonora del compositor islandés Johan Johansson provee a los parajes desérticos y a los amplios cielos de apagados y progresivos tambores de guerra, contrapunto perfecto para propiciar un suspenso permanente y redoblar una propuesta inmersiva. Lo que sí podría rechinar en algún tramo es el purismo intachable de la protagonista, que raya en comentarios de su parte no sólo muy ingenuos sino prácticamente suicidas. Pero cuando una película es tan poderosa, minucias de este tenor tienen poca relevancia. 

Publicado en Brecha el 24/9/2015

viernes, 18 de septiembre de 2015

Shaun el cordero (Shaun the Sheep Movie, Mark Burton, Richard Starzak, 2015)

Inventiva sin pretensiones

 
La compañía de animación británica Aardman (Pollitos en fuga, Wallace y Gromit, ¡Piratas!), seguramente la más visible y persistente de las abocadas a la animación stop-motion, lo ha hecho otra vez. Seis años de trabajo para un equipo de veinte animadores supuso la creación de este esforzado largometraje, dotado de los atributos característicos del estudio; un preciso puntillismo, un humor peculiar, un emotivo cuidado por los personajes que habitan sus universos y una simpleza y humildad sorprendentes, considerando el talento de sus realizadores. 
En realidad, el cordero Shaun y varios de los demás personajes aquí presentes forman parte de la serie de TV homónima, uno de los primeros y más grandes éxitos de la compañía, original del 2007 y del que llegaron a filmarse cuatro temporadas hasta el 2014, con un total de 130 cortos de siete minutos. Se plantea entonces una vida en la granja sumamente monótona para estos personajes, una sucesión de días similares unos a los otros, especialmente para un cordero con ciertas pretensiones, como el protagonista. Es así que decide liderar una suerte de Rebelión en la granja en versión light, ya que tan sólo se propone disfrutar de un día libre y distendido. Pero a pesar de que sus planes son exitosos, llevan a peligrar la existencia y la estabilidad de su universo: en definitiva su dueño humano, ahora perdido y amnésico en la gran ciudad, es el que mantenía en funcionamiento sus vías de subsistencia. Se vuelve tarea del rebaño recuperarlo y traerlo una vez más para sus labores en la granja. 
Carente de diálogos, la película retoma el mejor legado de la comedia slapstick: hay escenas que pueden recordar desde los desbordes cinéticos de Chaplin y Buster Keaton hasta el humor sutil e inteligente de Jacques Tati, con agregados de gruñidos, graznidos y resoplidos por parte de los animales protagonistas que recuerdan al también británico Mr. Bean. Los guiños cinéfilos no se quedan allí, la música refiere reiteradas veces a El gran escape, un gato en una cárcel recuerda a El silencio de los inocentes, el villano que trabaja en el área de "detención animal" de la ciudad rememora alternativamente a Terminator y a Taxi Driver
En un momento en que la animación infantil abunda en canchereadas y personajes insoportables, dar con una película sólida, ajena a los parámetros dominantes y con personalidad propia supone un bienvenido soplo de aire fresco. Los directores-guionistas Mark Burton y Richard Starzak, veteranos de la compañía, dan desde la articulación mínima de muñequitos de plastiscina y un montaje soberbio una lección de lenguaje cinematográfico, de sentidos sugeridos mediante una descomunal puesta en escena. La creatividad al servicio del ridículo y el sinsentido provee a la película de una docena de excelentes gags, como el que involucra un método somnífero desternillante, –las ovejas saltan en fila una verja para dormir a los humanos–, métodos de cortes de pelo novedosos y hasta un almuerzo de ovejas hambrientas en un restaurante. El resultado es una película familiar en el mejor sentido de la palabra; una que divierte más allá de la franja etaria del espectador.

Publicado en Brecha el 18/9/2015

viernes, 11 de septiembre de 2015

El club (Pablo Larraín, 2015)

La podredumbre frente al espejo  


Sería preferible que el espectador viera esta película sin saber de qué va, sin que le adelanten siquiera la sinopsis. En parte porque es de esas en las que buena parte de su gracia está en ir descubriendo paulatinamente el qué, el cómo, el por qué. Pero como se vuelve imposible reseñarla o analizarla sin adelantar varios de sus andamiajes argumentales, se recomienda a los interesados leer este artículo después de haberla visto. 
Cuatro hombres conviven en una pequeña casa situada en un balneario costero. Pronto se comprenderá que son ex sacerdotes, y de a poco se irán destapando las razones de su resguardo. En un principio, a esa casa se le llamará eufemísticamente un recinto "de retiro espiritual", luego "de penitencia", y finalmente y con más claridad se habla directamente de "una cárcel". Un presidio VIP en el que los cuatro son supervisados por una monja (léase, la carcelera) y en el que no les hacen falta facilidades: paseos por la playa y por el balneario, bebidas alcohólicas, entretenimiento y hasta la posibilidad de apostar con perros de carreras, todo con gastos cubiertos por la sacrosanta iglesia. Cada uno esconde un pasado oscuro, y es de suponer que varios son ex-pederastas, descubiertos en algún momento, removidos de sus funciones y convenientemente apartados de sus labores en comunidad. 
Pero la armonía hogareña no dura mucho. Luego de la llegada de un silencioso nuevo cura, otro visitante, ineluctable, se impone en el portal de la casa: un borracho gordo, barbudo y desarrapado que revela, a los gritos y muy gráficamente, lo que este "nuevo" cura le hizo cuando él era un niño. Aterrados, los sacerdotes le piden al nuevo miembro que se encargue del asunto, dándole un arma para asustar al invasor. Contra lo previsto, el cura sale al patio y se suicida frente a todos.
Esto es apenas el comienzo. Luego de este suceso, aparecerá otro imponente nuevo personaje (notable Roberto Farías) que ahora será quien pase a convivir con el grupo: un enviado de la iglesia, encargado de investigar qué demonios sucedió allí, y quien deberá resolver qué hacer con tan incómodo puñado de seres humanos. A todo esto, el acosador, el lumpen, ese "otro" con el que no se puede dialogar ni negociar se cierne sobre la casa como una bomba de tiempo, una que podría destapar esa inaceptable caja de pandora que es, en esencia, este "club". Se generará una situación que a nadie conviene: si el pueblo se entera de que los curas son pederastas sus días pasarán a estar contados, y si eso ocurriera, la iglesia en sí misma se vería también horrendamente afectada. 
El club podría enmarcarse dentro del cine "de stalkers" o acosadores, un tópico sumamente repetido en el cine mainstream y sobre todo en los thrillers, en el cual un personaje desquiciado hostiga obsesivamente a el o los protagonistas. Si el género es de larga data, –la brillante Extraños en un tren (1951) de Hitchcock ya era un hito en este sentido– quizá la película más interesante, y la que resignifica en cierto sentido los tópicos del género es Caché (2005), de Michael Haneke. Allí la figura del stalker se volvía más interesante no sólo por tratarse de un ser incorpóreo, sino porque venía a hostigar a un personaje impune, colocándolo frente a su propio pasado y sus esqueletos en el armario. 
El director Pablo Larraín, autor de la muy polémica y poderosa No (2012) va sobrecargando la atmósfera crecientemente. No sólamente el conflicto de intereses es mayor, sino que además todos los personajes del cuadro son de algún modo u otro desagradables; se envuelve al espectador en una situación profundamente incómoda desde la cual no puede llegar a empatizar con ninguno de ellos. Esta película no sólo mete el dedo en la llaga planteando un tabú histórico, sino que además lo hace ubicando la trama y las cámaras en su epicentro, confrontando a los peores representantes de la podredumbre de una institución con la consecuencia hecha carne de sus pecados más abominables. Larraín transgrede y reclama, como tantos otros grandes exponentes del cine chileno (Sebastián Lelio, Alberto Fuguet, Che Sandoval, Sebastián Silva, Fernando Lavanderos, Ernesto Díaz Espinoza) una mirada sostenida sobre la copiosa y ultimamente sobresaliente filmografía de su país. 

Publicado en Brecha el 11/9/2015

viernes, 4 de septiembre de 2015

Force Majeure: La traición del instinto (Turist, Ruben Östlund, 2014)

El frío paralizante 



En derecho, se denominan de "fuerza mayor" los sucesos ocurridos dentro de circunstancias imprevisibles y cuyas consecuencias afectan a un ser humano, implicándolo y a partir de lo cual puede eximírselo de responsabilidad en su accionar. Casos de este tipo son derivados a veces de accidentes naturales u otros hechos fortuitos; el ejemplo típico es el de dos personas a bordo de un avión a punto de estrellarse, y en cuyo interior hay solamente un paracaídas. Una de las dos personas salva entonces su vida utilizando el paracaídas, y el otro muere dentro del avión. Como se considera una circunstancia de fuerza mayor y el instinto salvó su vida (aún ocasionando la muerte del otro) el sobreviviente queda exento de culpabilidad, por haberse visto envuelto en una situación que lo excede y que él no ocasionó.
Sobre estas circunstancias extremas en las cuales el miedo se impone, los instintos comienzan a dominar y los individuos pierden su compostura y sus principios trata, con lucidez demoníaca, esta película. Una familia va a pasar sus vacaciones a un hotel de ski al pie de los nevados Alpes franceses. Un día, mientras almuerzan en un restaurante y disfrutan del paisaje de la montaña, una avalancha se precipita sobre ellos y el resto de los comensales. En ese momento, mientras la madre abraza y contiene a sus dos hijos, el padre de familia toma su celular y sale corriendo de la mesa, abandonando a los suyos. La avalancha nunca llega al hotel y no les sucede nada, pero la reacción "egoísta" del padre comienza a ser un lastre difícil de sobrellevar para la familia, y particularmente para su esposa. 
Es este el punto de partida para una comedia negra o un drama conyugal (cada cual que elija la etiqueta que mejor le quepa) a partir del cual el director sueco Ruben Östlund despliega una tensa disputa familiar, excusa para desengranar algunos de los mandatos culturales relacionados con géneros y roles, según los cuales el hombre es el encargado de poner el cuerpo ante cualquier amenaza que se cierna sobre su grupo familiar. La situación no sólo es inaceptable para la esposa, sino también para el mismo implicado, quien niega reiteradamente los hechos. Nótese la escena de un "salvataje" en medio de la nieve, por el cual el padre levanta en brazos a su mujer, reconstituyendo así un orden ancestral que vuelve a ubicarlo como un hombre valiente, a pesar de que la situación toda se revele como un acuerdo tácito, un "montaje" en función de ello. Un final al interior de un ómnibus que coloca al factor desencadenante de revés, invirtiendo los géneros, supone un apunte sarcástico que resignifica y hace burla a las convenciones y las construcciones ideológicas desarrolladas. 
Es en estos tramos y tantos otros que Östlund demuestra ser de los más certeros e ineludibles herederos de su coterráneo, el maestro Ingmar Bergman. La escena en que de golpe y sin aviso previo se aparece un dron en plena sala y en medio de una intensa conversación supone un exabrupto genial de un director que sabe desconcertar y manipular emocionalmente a su audiencia. Primeros planos que, lejos del típico diálogo en plano-contraplano se fijan en un sólo rostro permitiendo entrever los torrentes internos y las metamorfosis emocionales de los personajes; la portentosa fotografía que coloca a la naturaleza como un factor determinante; gélidos silencios que son cortados implacablemente por imponentes ráfagas de Vivaldi nos llevan a comprender que estamos ante una película excepcional, y ante un autor de primer orden.

Publicado en Brecha el 4/9/2015