viernes, 15 de noviembre de 2013

Capitán Phillips (Captain Phillips, Paul Greengrass, 2013)

Una carga excesiva 

No hay caso, en Hollywood hay una creencia de que el “prestigio” cinematográfico viene de la mano de la gravedad, la seriedad y la apariencia documental. De concebir ficciones con cámaras al hombro, montajes fragmentados, escenas confusas y dinámicas, con voces superpuestas y en un registro caótico por el cual la mitad de las cosas quedan fuera del cuadro o son captadas parcialmente. Varias películas de género son revestidas con esta apariencia de objetividad impersonal y de verdad indiscutible, y ciertamente se vuelven un tanto molestas cuando se centran en hechos “históricos”, como la caza de Osama Bin Laden desplegada por Katryn Bigelow en La noche más oscura. Incluso la nueva trilogía de Batman apela rotundamente a esa gravedad impostada, que a muchos nos resulta más soporífera que otra cosa. Entre los cineastas más apegados a esta estética, se destacan sobre todo Christopher Nolan, Michael Mann y, por supuesto, el británico Paul Greengrass (Vuelo 93, Domingo sangriento, Bourne ultimátum).
En este registro de personajes rígidos y de gravísimo semblante, inmersos en situaciones hiperdialogadas, de frialdad casi burocrática y pretensiones de realismo, puede inscribirse esta película. La historia está basada en las memorias del Capitán Phillips, en las que relata sus desventuras a bordo del inmenso navío estadounidense Maersk Alabama. El buque transportaba un descomunal cargamento de contenedores con agua y alimentos para África, pero en el camino fue interceptado por una banda de piratas que lo abordaron y tomaron el control. Las cosas no salieron muy bien y culminaron en un secuestro. Entramos en el terreno de lo que a Hollywood le gusta más: el despliegue de uniformados perfectamente adiestrados, equipados, comunicados y sincronizados, con sus equipos abocados a un operativo de rescate. Más publicidad para la Armada de los Estados Unidos.
Sin embargo, Greengrass sabe lo que hace. Hay un despliegue visual ciertamente poderoso, repleto de detalles, de las características y el funcionamiento del buque, de los procedimientos tomados, incluso se acompaña a los mismos piratas y a su trabajo esclavo sobre las costas de Somalía (saquean los barcos por encargo, recibiendo tajadas mínimas). Las actuaciones son notables: se destaca especialmente el somalí Barkhar Abdi, -por primera vez frente a cámaras- como el líder pirata, y Tom Hanks convence en una interpretación absolutamente sorprendente. También hay apuntes subyacentes que llaman a la reflexión, como la cercanía a la nulidad del valor de las vidas humanas en determinadas condiciones –para el protagonista, sin ir más lejos, llevar la carga a su destino parecería más importante que salvar la vida de su tripulación–. Pero 134 minutos quizá sean excesivos considerando que hay información redundante, un final que se hace esperar demasiado –aunque cuando llega, lo haga con una fuerza inusitada– y esa frialdad burocrática que impide la identificación con los implicados.
El año pasado salió una película danesa bastante mejor llamada A hijacking, también centrada en un ataque pirata somalí a un buque de carga, con la salvedad de que la tensión era constante y la identificación con los protagonistas inevitable. La comparación vale la pena.

Publicado en Brecha el 15/11/2013

lunes, 11 de noviembre de 2013

Muerte al plato, y con tocino extra

Directo a la coronaria

En la ciudad de Chandler, Arizona, abrió en el 2005 la llamada "The heart-attack grill" (algo así como "La parrillada del ataque al corazón") caracterizada por una oferta gastronómica sumamente particular. Mucho se ha hablado de la comida chatarra en Estados Unidos, y de los graves problemas de salud acarreados por su consumo frecuente, así como se ha visto que las grandes cadenas de comida han incorporado a sus menús nuevas ofertas de líneas naturales, con ensaladas, frutas y demás para "disimular" el daño y disponer al menos la posibilidad de meterle algún alimento sano al organismo. 
Pero The heart-attack grill, ahora ubicada en Las Vegas, es exactamente lo contrario: el menú del lugar está basado en la premisa de ser lo más dañino e insalubre posible, y se promueve indisimuladamente esa máxima. Al ingresar, todos los clientes deben ponerse una bata de hospital antes de ser servidos, y las meseras, disfrazadas como sexys enfermeras en vestidos rojos provocativos, llevan estetoscopios colgados, con los que los auscultan al ingresar y apuntan las órdenes en una hoja de "prescripciones". El menú es nefasto: papas fritas cocinadas en manteca pura de cerdo, hamburguesas gruesas de cinco, seis, y hasta ocho carnes apiladas con tomate, cebolla colorada, queso americano y tocino "inalterado", es decir, con toda su grasa sin escurrir. Los panes también están recubiertos con manteca de cerdo. Entre los "servicios" que el restaurant ofrece hay una promoción por la cual los clientes que pesen más de 350 libras (casi 160 kilos) comen gratis, y los que terminan una Hamburguesa "bypass" mayor que la triple (10 mil calorías, o más), tienen el llamativo privilegio de ser trasladados hasta su auto en una silla de ruedas, empujados por una o varias de las "enfermeras". La opción de bebidas incluye la Jolt-cola, que trae el doble de cafeína que una bebida cola normal y coca-cola embotellada en México, endulzada con azúcar verdadera. También venden cigarrillos sin filtro, licor de malta y vino de la marca francesa "fat bastard". Los postres mejor ni describirlos, porque es probable que el lector ya esté empezando a sentirse mal. 
Pero esto no se termina aquí. En la página web puede verse ahora un servicio de "spanking" por el cual los clientes que no se terminan su hamburguesa son literalmente castigados por una enfermera armada de una tabla para dar nalgadas. Estas golpizas son difundidas en la web, como una forma de promoción. 
Podría pensarse que un lugar así es una bomba de tiempo y que no podría seguir mucho tiempo más con sus puertas abiertas. Pero otro dato significativo es que el restaurant elige "referentes" para publicitarse, hombres obesos que utilizan como portavoces. Uno de ellos, Blair River, murió a los 29 años de una neumonía, pesando 261 kilos. Consultado por los medios, Jon Basso, ideólogo y dueño del restaurante, dice: "no lo niego, si hubiese sido más flaco hubiera sobrevivido". Indignado, el entrevistador arremete: "se puede esgrimir el argumento de que tú usaste a este tipo en vida, y que ahora estás utilizando muy morbosamente su muerte para continuar promocionando tu restaurante", a lo que el dueño responde, "estoy absolutamente de acuerdo, y en una forma enfermiza su muerte está llevando nuestro mensaje más lejos ". Basso declara que Estados Unidos necesita una terapia de shock para curar su obesidad epidémica: "Debo de ser el único dueño de un restaurante en el mundo que está diciendo sin reparos que su comida hace mal, que te va a matar y que deberías mantenerte alejado de ella". 
Una semana después de la muerte de River, el establecimento ya tenía otro vocero mastodóntico, que relataba orgulloso: "mi cardiólogo y mi mujer me dicen que no venga a este lugar, y después de haber sobrevivido a un coma, y de haberme expuesto a varias cirugías cardíacas, todavía vengo. Disfruto mucho de las hamburguesas". Las víctimas de The heart-attack grill seguramente sean incontables, pero de algunas hay registros claros: un cliente sufrió un ataque al corazón luego de ingerir una hamburguesa triple; luego de la muerte de River, un segundo portavoz de 52 años, John Alleman, murió de un aparente ataque al corazón en una parada de ómnibus luego de salir del establecimiento. Otra mujer perdió el conocimiento en el local, mientras comía una hamburguesa doble, a la vez que bebia y fumaba. 
Una ex-anfitriona aseguró mediáticamente que Basso le habia ordenado grabar un video de un hombre que se desmayó, con la intención de explotarlo mediáticamente. Pero esto no es nada: Basso mismo apareció en Bloomberg TV en un programa televisivo exhibiendo una bolsa que, aseguraba, tenía los restos cremados de un cliente que había muerto de un repentino ataque al corazón. 
Ahora bien, ¿por qué la parrillada sigue funcionando a pesar de todo esto? Lo cierto es que Basso cumple con todos los estándares de calidad, y su restaurante tiene enormes carteles en la puerta que dicen: "Precaución: ¡Este local es malo para su salud!" y "Como puede morir antes de que cobremos el cheque, sólo aceptamos efectivo." Basso, gran cínico que está ganando mucho dinero, sabe que no le está colocando una pistola en la sien a los consumidores, que no existen leyes en el estado que puedan afectarle, y que si cerraran su local también deberían cerrar el de las grandes multinacionales que hacen exactamente lo mismo aunque con disimulo. 
Las adicciones suelen tener un componente placentero. Pero en muchos casos quizá no se trate de un placer real, sino de uno aderezado con dosis de artificio: la ilusión invocada de que hay cierto "status", "gracia", o "viveza" en arriesgarse a ese consumo. The heart-attack grill quizá sea un símil local a los deportes extremos y esa es precisamente su intención, capitalizar una pulsión de muerte y revestirla con un envoltorio atractivo. La ironía de que sea justamente Estados Unidos el país en que florezca una iniciativa de este tipo es que ¿cómo podría recriminársele a un restaurante el hecho de lucrar con la muerte cuando la industria armamentística, uno de los principales pilares de su economía, juega en el mismo terreno?

Publicado en Brecha el  8/11/2013

viernes, 8 de noviembre de 2013

La Paz (Santiago Loza, 2013)

Encontrarse a sí mismo 

 


Liso acaba de salir de un psiquiátrico. Las razones por las que estuvo allí se ignoran, y nunca podrán saberse por completo, sólo intuirse. El registro en que está filmada esta película apunta a esto: a no dar nada por cierto, a sugerir, a transmitir un clima. Pero no se trata de una atmósfera de esas que envuelven desde el primer minuto, sino que se va construyendo paulatinamente, a medida que comprendemos las razones por las que ese universo que comienza a habitar el protagonista, la casa de sus padres, es un micromundo opresivo, asfixiante. El estilo del brillante director de teatro (primero) y cineasta (en segundo lugar) bonaerense Santiago Loza es aquí cálido e intimista, pero no por ello condescendiente. 
Desde un comienzo parecería que Liso tiene todas las comodidades a las que podría aspirar: apenas sale de su confinamiento sus padres le regalan una moto, se traslada junto a ellos a una residencia con un gran jardín y piscina, no le falta dinero y hasta tiene el visto bueno de sus progenitores para continuar su vida como le apetezca. Pero Liso tiene sobre sus hombros la ardua responsabilidad de encauzar su existencia, y lo vemos visitando a su abuela y cuidándola con especial atención, aprendiendo labores de una empleada doméstica de origen boliviano, intentando reconciliarse con una ex, intentando tejer nuevos vínculos. Sin embargo el protagonista no parece pasarla bien, y sus desordenes psíquicos amenazan con desbordar, otra vez. 
Los elementos para comprender su desequilibrio no están expuestos con alevosía sino que son desplegados sutilmente, de forma que el espectador deba obrar activamente para atar los cabos dispersos en la narración. De a poco pueden llegar entenderse las razones por las que, a pesar de que los padres del protagonista son sumamente atentos, parecerían contribuir a su enfermedad psíquica. La madre, en escenas que parecen bordear lo incestuoso, busca contenerlo como si fuera un bebé, prodigándole cariños físicos casi sin tapujos; en otra escena vemos como bosqueja el rostro de su hijo cuando era un niño pequeño, como una forma de perpetuarlo en la infancia. El padre no es más beneficioso: le aconseja que se acueste con alguien, le da dinero para salir, le dice que busque trabajo, busca imponerle un camino hacia la integración social. En un intento de hacerlo descargar su ira lo lleva a prácticas de tiro, en un ejercicio que, más bien, parecería catártico para sí mismo y sus propias frustraciones. 
Muestras de una ayuda infructuosa o directamente contraproducente, ambos padres ejemplifican actitudes humanas que suelen tomarse a la hora de asistir al prójimo en situaciones adversas. Ni la contención ni el condicionamiento social forzado son vías válidas, parecería decir Loza, y propone una tercera opción para la salvación, que surge a través de la muchacha boliviana: instruir, dar a conocer, facilitar las herramientas para que el individuo se sienta útil. La ironía final de hallar “la paz” en la ciudad de La Paz subraya hasta qué punto las creencias y el sentido común de la burguesía occidental bienpensante pueden estar completamente erradas. La Paz es una película para ver y pensar varias veces, y otra de las tantas muestras de la grandeza del cine argentino reciente. 

Publicado en Brecha el 8/11/2013

martes, 5 de noviembre de 2013

La hermana (L'enfant d'en haut, Ursula Meier, 2012)

Maduración prematura


Europa tiene una gran tradición de cuadros de abandono infantil en el cine. El niño desolado de Alemania año cero, de Rossellini, la inolvidable Mouchette de Bresson, el Antoine Doinel de Los cuatrocientos golpes de Truffaut, los adolescentes callejeros de Barrio de León de Aranoa; Rosetta y El niño de la bicicleta de los Dardenne. Sería difícil quedarse con sólo una de todas estas películas. 
En todos los casos el enfoque es sumamente austero, expositivo. Como si no quisieran tomarse partidos, y si surge la identificación con los protagonistas, se permite que no ocurra como consecuencia de retóricas manidas. Las mejores películas centradas en niños no pretenden santificarlos sino mostrarlos en su dimensión más reconocible, con sus imperfecciones, sus rebeldías, sus asperezas, incluso con ciertos dobleces de crueldad o de simple inconsciencia. En este registro transita La hermana, centrada en un muchacho de doce años que desde un comienzo se ve inmerso en una rutina delictiva. Maestro del descuidismo y el camuflaje, se dirige periódicamente a una estación de ski que se encuentra en lo alto de una montaña, pasando desapercibido como otro de los usuarios de clase alta que allí frecuentan. Trabajando por encargo, el muchacho se apropia de los costosos equipamientos, ropas y accesorios que quedan a su alcance. 
No es precisamente un cuadro de pobreza como los que podemos imaginar desde una perspectiva tercermundista. El niño roba para subsistir, pero también parece alimentarse bien y vivir bajo un techo digno. En rigor, él es el proveedor en su piso, y quien sustenta a su "hermana" mayor desocupada, una bala perdida abocada al derroche de dinero, a intoxicarse y a acostarse con cuanto tipo encuentra en su camino. Este contraste da cuentas de un desnivel de responsabilidad y de una situación por la que un preadolescente se ve obligado madurar de golpe, a convertirse en un jefe de hogar. A pesar de que se subraye la distancia entre el universo de lo alto de la montaña y el que se encuentra en la ladera, el énfasis no parecería tan puesto en las condiciones económicas como en la falta de contención, y es por esta razón que la película se vuelve más contundente y significativa. La escena en que el niño le ofrece dinero a su "hermana" para que duerma con él y lo abrace, es sumamente elocuente acerca de su estado de desolación absoluta, de una lacerante ausencia de cariño físico; un factor nunca contemplado bajo medidores de pobreza, y que escapa a los números hogareños. La falta de afecto quizá sea una de las mayores dolencias (y de las más determinantes) en el desarrollo emocional y físico de un niño. 
La cineasta franco-suiza Ursula Meier (Home, Espaldas sólidas) vuelve a esbozar una historia de antihéroes y familias disfuncionales, dando cuentas de una brecha social, de mundos opuestos separados por tan sólo un viaje en teleférico. La escena en que él niño es atrapado y enviado con la basura, otra vez hacia su submundo (es llamativo que ni siquiera sea entregado a la policía) refiere a niveles de desprecio y de una sociedad que divide y compartimenta, condicionando la existencia mediante una temprana estigmatización. 

Publicado en Brecha el 1/11/13