miércoles, 26 de septiembre de 2012

Resident evil 5: La venganza (Resident Evil: Retribution, Paul W.S. Anderson, 2012)

A lo que vinimos
 

Los que vamos al cine a ver una película así, sabemos lo que queremos: monstruos tamaño XL, mutantes-zombies al por mayor, féminas empuñando machetes, cuchillos, metralladoras y morteros, y que preferentemente no se despeinen ni se les corra el maquillaje después de saltar por los aires luego de la decimoquinta explosión y de repartir patadas voladoras, plomo y pólvora a todos los presentes. Vamos, que eso es lo primero y, si el asunto viene acompañado de un argumento decente y un buen ritmo, pues mejor. 
Esta saga ha sido muy desigual, a veces lamentable. Fueron directamente nocivas las entregas 2 y 4: carentes de gracia alguna. Las impares, en cambio, se dejaban ver bien y aún cumplen su función de hacer pasar un buen rato (a los que tienen asumido qué es lo que van a ver: que esto no es Bergman). 
En este caso se cumple nuevamente la regla de los impares porque esta Resident Evil 5: La venganza está dotada de un muy buen ritmo, sobresaltos varios, bichos viscosos y armamento de lo más agradable y variopinto. Las escenas de acción son prolongadas y estrepitosas pero están bien dosificadas y hay ciertos respiros de distensión entre ellas. La trama es rebuscadísima y complicada de resumir, pero puede decirse que la protagonista se encuentra prisionera en lo más recóndito de la última instalación de la multinacional Umbrella, en un futuro postapocalíptico en el que la humanidad fue erradicada por un virus mutágeno. Lo que queda son unos monstruos horribles, una inteligencia artificial que complica en vez de ayudar y algunos escuadrones de elite -siempre musculosos y bien alimentados, siempre con armamento tecnológico de punta- cuyas intenciones no están del todo claras pero que en un principio parecerían querer dar una mano. 
El principio es grandioso. Una cámara lenta nos va dando cuentas de una invasión aérea a un portaaviones en medio del océano, de una masacre sobre la cubierta, de su destrucción. Pero todo esto está presentado en reversa: es decir, la escena empieza con una explosión final, y de a poco se ve cómo se van reconstruyendo los objetos, cómo los cuerpos agujereados se levantan y se recuperan, cómo las balas retornan a sus cargadores. Una hipnótica reparación que no deja de ser ilusoria, porque los daños están hechos y se sabe que son irreversibles. Es de agradecer, después, una rápida puesta a punto que ayuda a recordar qué cuernos ocurrió en las sagas anteriores, y que a su vez sirve como introducción para el que vio sólo alguna o ninguna de ellas. En definitiva, la película funciona. Y clap clap a esas mujeres: Milla Jovovich, Michelle Rodríguez, Sienna Guillory, Bingbing Li... ¿es necesario decir algo más? 

Publicado en Roumovie el 17/9/2012

El camino (The way, Emilio Estevez, 2010)

Nada para contar 

Hay un elemento intrínseco a las road movies –o películas de viajes- que las vuelven atractivas. Es esa tan cinematográfica sensación de libertad, atada a la aventura, al afán de descubrimiento, al poder intrínseco a los paisajes, a los factores inesperados. Es acompañar a personajes en un proceso que los transforma, en un recorrido que es también interno y que puede ser purga, expiación, desahogo, capricho, realización personal, a veces todo eso junto. El viaje como forma y como metáfora. 
Pero en cualquier caso, se necesita más que una geografía, más que un viajante, más que una excusa. Y es ahí que esta película falla estrepitosamente. Martin Sheen es un oftalmólogo estadounidense que un día recibe una llamada telefónica de Francia, por la que es informado de la muerte de su hijo (Emilio Estevez, aquí también director y guionista). Al acudir allí, es enterado de que su hijo murió en un accidente en los Pirineos, al inicio de su peregrinaje a través de El camino de Santiago, cuando iba en dirección a las reliquias del apóstol, en Santiago de Compostela. Es así que el vetarano conservador decide colocarse la mochila de su hijo liberal y finalizar el recorrido inconcluso. En el camino, otros personajes se van sumando al caminante: un holandés con sobrepeso, una canadiense adicta a la nicotina, un irlandés con bloqueo de escritor. Todos ellos, vaya uno a saber por qué, ven al estadounidense como un líder a seguir, como un referente -quizá por saber que su hijo murió, atributo que podría colocarlo como el más sufriente y “auténtico” de los peregrinos– en cualquier caso, podrían seguir a cualquier otro, podrían abrirse, pero en cambio deciden decirle todo que sí al viejo, aún cuando deberían mandarlo al demonio. La situación no sólo da cuentas de las inclinaciones religiosas por parte del guionista, sino también de su creencia en el geocentrismo norteamericano. 
Es difícil entender que esta película haya sido dirigida por un actor. Normalmente ellos suelen proponer personajes emocionalmente complejos, cuya fachada funciona como parcial espejo del alma. Que gracias a una esforzada interpretación puedan intuirse sus motivaciones, sus conflictos, sus penurias, sus deseos. Los actores-directores suelen idear personajes que son un auténtico desafío para sus colegas. Aquí sucede lo contrario, y llama especialmente la atención que la dirección de actores sea tan lamentable: se apela a la simpatía pueril, a los gestos baratos, a las morisquetas introducidas con el objeto evidente de caer bien a la audiencia. En cualquier caso, el encanto es un atributo que cinematográficamente debe de ser trabajado y pulido (Howard Hawks, Frank Capra, Billy Wilder y Eric Rohmer supieron dictar cátedra en la materia), y difícilmente se consiga esculpiéndolo a golpes. 
Hay veces que una propuesta llana y sencilla encubre una ausencia radical de ideas. Aquí basta ver las ridículas vueltas del guión –el exabrupto del protagonista durante una borrachera, la caída de su mochila al río- conflictos introducidos que son disueltos en seguida, y que parecen implantados para darle algo de movimiento a una anécdota vacía.

lunes, 3 de septiembre de 2012

Black Mirror (2011)

El lado oscuro


“Si la tecnología es una droga –y se siente como una droga– entonces, ¿cuáles serían sus efectos secundarios?”  Charlie Brooker, creador de Black Mirror.

El espejo negro del título refiere a un monitor apagado. Y hay algo de incómodo y de macabro en ellos, si uno los observa con detenimiento devuelven la imagen propia y del entorno pero en penumbras; puede verse a uno mismo envuelto en un mundo de oscuridad. Los monitores apagados son como una molesta presencia latente, y será por eso que la gente se empeña tanto en mantenerlos encendidos. Para colmo cada vez son más: están colgados de las paredes, escondidos en los bolsillos, reposando sobre los escritorios.
Esta impactante e incisiva miniserie británica nos invita a que por un rato veamos reflejadas nuestras subjetividades en ella, a enfrentar las penumbras que rodean al fenómeno de los medios masivos y a reflexionar, a partir de parábolas profundas relativas a la tecnología y sus efectos, cómo ella determina nuestra forma de ser, y cómo ha transformado nuestra cotidianeidad.
Black Mirror consiste en tan sólo tres episodios, independientes uno de otro. Los tres están provistos de una factura impecable, presentan guiones dinámicos, inmensamente originales, dotados de giros sorpresivos y desestructurantes. El primero de ellos, El himno nacional, comienza abruptamente con el primer ministro de Inglaterra recibiendo una llamada urgente en plena madrugada. Pronto cae en la cuenta de que fue secuestrada la princesa Susannah, integrante de la familia real, y que se hizo público un video transmitiendo exigencias delirantes e inadmisibles por parte de los secuestradores, que lo conciernen directamente: si quiere salvar la vida de la princesa, él deberá fornicar -literalmente- con un cerdo, transmitiendo el acto en vivo a través de las principales cadenas de televisión nacional. De ahí en más, el episodio hace un recuento de una serie de reacciones, en el círculo político del ministro, en los estudios de televisión, en la calle, las de su propia esposa. Por sobre todo, se explora cómo los medios masivos y los grupos de poder se organizan y bailan en función de una cambiante e insustancial entelequia: la sagrada “opinión pública”.
Quince millones de puntos en cambio se sitúa en una ambientación futurista: un muchacho negro vive encapsulado en una suerte de campo de trabajo en el que debe sentarse a diario y pedalear sobre una bicicleta fija, hipnotizado por monitores de programación limitada. Su libertad se reduce a pedalear más o menos, quitar o dejar fluir las invasivas publicidades que se le aparecen -hasta en su propia habitación-,  elegir uno de los cinco o seis programas televisivos existentes. Uno de ellos, el fundamental, el más popular, es el típico concurso caza-talentos en el que un jurado detestable se descarga impiadosamente contra el mediocre de turno. Aquí la serie refiere a la homogeinización del gusto, a la capacidad de los medios de anular el verdadero talento, de cooptar buenas ideas, de transformarlas en algo burdo y caricaturesco -incluidas las más aguerridas manifestaciones críticas- y a la creación de sueños artificiales. En determinado momento una chica de voz privilegiada es señalada en el concurso como un verdadero talento, y es destinada entonces a ser la nueva estrella... ¡de un programa pornográfico! Algo que no se aleja demasiado a lo que ocurre en el mundo actual con muchísimas jóvenes aspirantes a modelos o a bailarinas.
Tu historia completa es la tercera y última entrega. En ella el dispositivo de la "memoria perfecta" se ha convertido en tecnología de uso generalizado, un chip implantado que permite a los usuarios guardar todos sus recuerdos, archivarlos, y rebobinar en cualquier momento para poder acceder a ellos y revisarlos. Pero para el protagonista se convierte en el detonante definitivo de una crisis conyugal aguda. Dispositivo mediante, llega a tener conocimiento de la existencia de un affaire pasado de su mujer,  corroborando los hechos mediante su implacable y dolorosa visualización.
Charlie Brooker, impagable creador de esta serie y guionista de los primeros dos episodios, es un afamado columnista de The guardian. Hay veces que la ficción sirve como prueba más que convincente de ciertas abominaciones invisibles pero existentes, y su Black Mirror da cuentas nada menos de cómo nuestra vida privada está siendo moldeada y fagocitada por los medios masivos, y hasta qué punto lo que parecería facilitarnos la vida en realidad puede llegar a complicarla o a destruirla.

Publicado en Brecha el 31/9/2012