jueves, 29 de diciembre de 2011

En las calles de Seúl

Turismo atribulado

Al primer día de mi estadía en la hiperpoblada ciudad de Seúl me dirijo al distrito Gangnam-gu, y me interno en el inmenso Coex Mall- algo así como un Shopping de 85 mil metros cuadrados-. Después de recorrerlo exhaustivamente, de ver tiendas asombrosas, un acuario gigante, el “Game Champ” –una sala inmensa donde cualquiera puede jugar videojuegos gratis y donde hay campeonatos que se transmiten a toda Asia- y de atiborrarme en el museo del kimchi (comida local picante a base de vegetales) doy por fin con uno de los principales objetivos de mi viaje: el parque temático Pucca. Ya había oído sobre sus divertidas atracciones, sus grandes e impresionantes salas, su polo ártico de nieve y hielo artificiales, su bosque de juncos; pero nunca me imaginé que me encontraría con algo así. Ni bien llego me llama la atención que todas, pero absolutamente todas las personas allí presentes están disfrazadas. Es decir, todos son Pucca o Garu, todos tienen cuerpos pequeños y enormes y ovaladas cabezas de almidón. No hay niños en ningún sitio, y al poco rato de recorrer caigo en la cuenta de que yo, al no tener disfraz, debo de llamar la atención especialmente. Empiezo a sentirme incómodo, y me asalta la sospecha de que quizá alguno de los indiscernibles carteles de la entrada del local prohíbe el ingreso sin disfraz. Cuando veo a un Garu afilando un sable samurai real sobre una piedra giratoria, decido retirarme presuroso.
La comida coreana es indiscernible, picante, agridulce, acuosa, chiclosa, crujiente, rugosa y/o viscosa. Es imposible establecer si lo que uno come es animal, vegetal o mineral, y se necesita un auténtico guía gastronómico para saber qué cuernos le está metiendo uno al organismo, y cuál opción de la variada oferta es “comestible” para un ser humano. Entrando a un local de comida rápida, elegido al azar y repleto de moscas, me convenzo rápidamente de que me metí en el lugar equivocado. El mesero-cocinero tiene una cicatriz que va desde su oreja a la comisura de su boca. Uno de los comensales, gordo, calvo y sudoroso se inclina sobre una sopa en la que flotan cubos verdes; compruebo que por su cabeza le camina lentamente un ciempiés, se le franelea en la calva. No logro ver la cara del segundo de los comensales, pero tiene los brazos íntegramente tatuados y hace un ruido horrendo al engullir su alimento.
Pido un Sannakji, y con presteza inconcebible el mesero me sirve un plato de pulpos recién cortados, con varios de sus tentáculos aún en movimiento. De golpe, llega alguien de la calle, se planta frente al gordo-pelado y le dice en perfecto coreano que su hermana es una “barata”, que le debe 400 mil won y que se haga cargo. La negativa del gordo lo lleva a tomar un mortero de la cocina y aplastárselo directamente en el cráneo. El gordo queda tumbado sobre su bandeja, dejando caer sobre ella su masa encefálica. En ese momento me doy cuenta de que la condimentada amalgama tentacular de mi plato está creciendo, que cobra la forma de un pulpo más grande que palpita y crece cada vez más. Me mira directamente a los ojos y me dice ¡en español! que los periodistas somos los únicos responsables de la masacre de Kwang-ju. Escapo a la calle y el pulpo, ya monstruoso, me persigue. En un tentáculo lleva un martillo, en otro, un mando de Nintendo wii. Corriendo por las avenidas, tratando de no mirar atrás, compruebo que también me siguen grandes y rodantes erizos, algunos “Garus” con katanas y un equipo femenino de handball. Atravieso un barrio de policías y proxenetas, paso por un umbral de ornamentos navideños y desemboco en un terreno baldío repleto de niñas muertas. Continúo corriendo.
De alguna manera, termino en un descampado y logro llegar hasta un santuario flotante, en medio de un gran lago. Trastabillando, exhausto, me dirijo al monje que allí yace, caigo a sus pies y le cuento desesperadamente todas las vicisitudes recientes que me aquejan y doscientas más; jadeante y sudoroso, escupo mis últimas palabras: “¡La luz, el estrépito, el horror... el horror!”. Con serenidad budista pero sin disimular una mueca, me responde conciso: “la televisión te está fundiendo el cerebro”.

Publicado en Brecha el 29/12/2012

domingo, 25 de diciembre de 2011

Balance 2011

Un año menos

No hay caso, 2011 fue un año flojo para las carteleras uruguayas. Todos los años, a la hora de hacer recuentos y seleccionar películas emergen candidatas poderosas que se debaten con firmeza los primeros puestos, y que suelen quedar al tope de listas especializadas. Yendo hacia atrás, pocos cuestionan que La cinta blanca (Michael Haneke), Gran Torino (Clint Eastwood), 4 meses, 3 semanas, 2 días (Cristian Mungiu), Kill Bill (Quentin Tarantino), Caché (Michael Haneke) o 2046 (Wong Kar-wai) hayan arrasado con laureles y espigas por doquier.
Si habrá sido malo este año que la seleccionada como mejor película internacional por la Asociación de la Crítica Uruguaya (ACCU) fue Medianoche en París de Woody Allen. Está bien, es una película linda, entretenida e inteligente, pero de seguro ninguno de los críticos votantes la pondría al tope de su propio “top ten” anual. Medianoche en París es el típico común denominador que cae bien a todos y que es votado por la mayoría, y que finalmente suma y llega porque ningún otro logró tantas adhesiones. De ahí a que sea realmente la mejor del año, un buen trecho. El resto de las películas verdaderamente importantes son todas algo defectuosas: Incendies del canadiense Dennis Villeneuve es una maravilla de impacto conceptual y cinematográfico, pero tiene algunos facilismos de culebrón melodramático que le restan puntos. Un año más reúne toda la destreza del mejor y más maduro Mike Leigh, pero se centra en una pareja protagónica tan querible e impoluta que cuesta adherir totalmente. Al parecer de este cronista, la más sólida y perfecta de las estrenadas sería Une affaire d’amour de Stéphane Brizé, sobre el surgimiento del amor en una pareja adulta y las terribles consecuencias existenciales que acarrea un hecho tan natural y sencillo. Pero se entiende que no es el tema más original del mundo cinematográficamente hablando –en un registro muy parecido se estrenó este año la también grandiosa Blue valentine (Derek Cianfrance)- y por eso no resalta tanto y cuesta entenderla como un emergente radical o insuperable.
De todos modos hubo películas grandiosas y auténticas revelaciones. En la rama documental un ciclo de Cinemateca nos puso al tanto del magistral Néstor Frenkel, y su Amateur es, de lejos, el mejor documental estrenado este año. Inside Job nos hizo conocer los entretelones de la crisis estadounidense y a Charles Ferguson, quien, junto a Errol Morris y Michael Moore, se alza como otro exponente del documental político norteamericano. En animación la cosa vino floja: al no estrenarse ninguna película de Ghibli ni de Pixar –las dos más grandes compañías de animación del mundo actual- lo que imperó fue un sentimiento de orfandad. De todos modos Enredados es lo mejor que ha dado Disney en décadas y El ilusionista es una bellísima conjunción del cine clásico de Jacques Tati con la actualización y la notable estética del animador Sylvain Chomet. El anime tuvo un festejante momento de exhibición en cinemateca 18, ya que el maestro Makoto Shinkhai brilló e hipnotizó a todos con sus 5 centímetros por segundo y El lugar prometido en nuestra juventud.
Más sabiduría japonesa y emoción auténtica dejó Hirokazu Kore-eda con Un día en familia, hubo claustrofobia bélica en Líbano (Shmulik Maoz), y buenas dosis de esperpento español Balada triste de trompeta (Alex de la Iglesia) y La piel que habito (Pedro Almodóvar); el terror tuvo su momento de maldad e impacto gracias a la oscurísima Insidious (James Wan), hubo entretenimientos yankis más que dignos (El planeta de los simios (Franklin J. Schaffner), Los agentes del destino (George Nolfi), Cowboys vs aliens (Jon Favreau). Europa dio su infaltable dosis de cine social del mejor (La volubilidad de los afectos (Felix Van Greningen), y Fish tank (Andrea Arnold). Por otro lado, la ganadora de la palma de oro en Cannes El hombre que recordaba sus vidas pasadas del tailandés Apitchapong Weerasethakul tuvo el mérito de vender una selva estática y una princesa fornicada por un pez como cine de calidad, y nos llevó a recordar que hay que ser consciente del autismo de muchos especialistas.
Pero la mejor película del año de lejos fue ignorada por críticos y exhibidores, y hubo que conformarse con una triste edición directa a DVD. Se trata de la magistral Nanking Nanking! /Ciudad de vida y muerte del chino Lu chuan, una rigurosa adaptación de época; una intensa, emotiva, humana y trágica aproximación bélica a la invasión japonesa sobre la ciudad del título, en el año 1937. La locura, la masacre, la resistencia civil, la mirada desde ambos bandos. ¿Cómo este pedazo de película pudo pasar desapercibido en nuestro país? También en DVD, las grandiosas Mongol de Sergei Bodrov y Katyn de Andrzej Wajda reafirman la idea de que hay que saber mirar más allá de lo que las carteleras montevideanas tienen para ofrecernos.

Publicado en Brecha el 23/12/2011

viernes, 23 de diciembre de 2011

El edificio de los chilenos (Macarena Aguiló, Susana Foxley, 2010)

Entrar al vacío



De un tiempo a esta parte, en Latinoamérica se han logrado unos cuantos documentales notables, dirigidos por jóvenes que tuvieron una implicancia crucial y protagónica. Chicos que cuentan una historia que afectó en mayor o en menor medida su existencia; que indagan en un vacío, en un trauma determinante, en una cicatriz. Los hijos de desaparecidos Nicolás Prividera y Albertina Carri lograron quizá los mejores documentales sobre la dictadura argentina, M y Los rubios respectivamente, relatando, discutiendo con prepotencia e indignación, cuestionándolo todo, incluido el accionar de sus propios padres. Cuchillo de palo, la flamante obra de la paraguaya Renate Costa examina lo que fue la dictadura de Stroessner, partiendo de la historia de su tío homosexual y su extraña muerte durante el período.
El nivel de implicancia en el tema, la necesidad de entender (aún a sabiendas de que eso quizá sea imposible), la búsqueda infatigable de elementos que sirvan para iluminar los amplios espacios de sombra, son determinantes para que la obra en cuestión trascienda los espacios individuales, despierte la curiosidad y tenga su impacto en la audiencia. Aquí la co-directora Macarena Aguiló cuenta su experiencia de haber sido exiliada en una institución llamada “Proyecto Hogares” por sus padres, militantes del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria) que en aquel entonces se abocaron al derrocamiento de Pinochet. En el Proyecto Hogares convivieron, en Francia primero, luego en Bélgica y finalmente en Cuba (donde se encuentra el edificio del título), sesenta niños en la misma situación, educados con valores sesentayochistas por “padres sociales” sustitutos, que les daban atención y cariño. La directora utiliza un arsenal de variados recursos (testimonios de los implicados, materiales de archivo, animaciones, lectura de correspondencias) para explicar lo que significó ese abandono para los niños que allí convivieron y, sobre todo, lo que significa para ellos hoy, habiendo alcanzado la adultez, conociendo que sus padres fracasaron en la lucha y descubriendo en carne propia lo que implica tener hijos.
Son especialmente impactantes y reveladores los testimonios de muchos de los involucrados como la madre de Macarena, conocida sindicalista que, lejos de retomar los vínculos rotos con su hija, siguió en su inercia militante, o el de un padre que confiesa, entre lágrimas, que fue injustificable y lamentablemente irreversible el accionar de él y su pareja al separarse de sus hijos; o el sincero y visible enojo de una de las niñas que hoy declara sentir celos de sus hermanos menores porque ellos sí tuvieron la atención que a ella le fue denegada.
El cine como documento insustituible, como confrontación y diálogo, como ejercicio terapéutico: una película que obliga a pensar, que invita a posicionarse, sin encauzar con su retórica. La emotiva y terrible caída del Proyecto Hogares –notablemente expresada en animación- es también el derrumbe de los paradigmas, de la ilusión de un mundo nuevo, de las utopías. Y para los niños implicados significó una segunda orfandad, una nueva instancia de abandono, así como comprender prematuramente que el mundo puede ser un lugar extremadamente hostil.


Publicado en Brecha el 23/12/2011

viernes, 2 de diciembre de 2011

Venganza despiadada (Colombiana, Oliver Megaton, 2011)

Un plato que es mejor ni probar

Uno podría esperar que, a priori, una película de venganza femenina no debiera ser mala, y que, por sencillo que sea su argumento, el hilo conceptual per se tendría una fuerza cinematográfica capaz de vencer eventuales defectos e imperfecciones. Pero este caso es la prueba tangible de que un género que da maravillas como Kill Bill es, por regla general, un terreno en el que abundan las bazofias, y que incluso una co-producción francesa-estadounidense se llena de convencionalismos y lugares comunes.
Así tenemos a la niña a la que le matan los padres y que, ya desde chica, se plantea convertirse en una máquina implacable de matar. Quince años después, entrenada por su tío, se vuelve más rápida de mente y de reflejos que todo el FBI junto y, como no podía ser de otra manera, los malos malísimos le vuelven a jugar la mala pasada de matarle a los parientes que le quedaban con vida. Todo está dentro de lo previsible y no hay sorpresa alguna en el planteo. Sabemos que la chica se desempeñará eficazmente en su venganza, con el agente especial del FBI pisándole los talones y armando operativos de los que ella escapará siempre, justo en el último segundo. Hasta los planos están resueltos de forma rutinaria. Vemos a un hombre equipado y armado con una ametralladora, buscando desesperadamente a la protagonista, en una amplia habitación, para exterminarla: plano giratorio y cercano del rostro del tipo, hasta que vemos que la chica, salida de la nada, le está apuntando con su pistola en la sien. Desde que empieza el plano sabemos como va a terminar, y esto ocurre cerca de una treintena de veces en el filme; las escenas de acción serían interesantes si no las hubiéramos visto hasta el hartazgo.
Luc Besson (El quinto elemento, Juana de Arco) y su habitual guionista Robert Mark Kamen desde hace rato que vienen firmando baratijas y aquí escribieron juntos el guión. Pero la pereza del planteo y la pobreza general de ideas llegan a puntos que molestan un poco. Bogotá es mostrada como una ciudad situada en medio de la jungla, iluminada por un sol agobiante. Pero como demuestra cualquier libro de geografía elemental, se encuentra sobre una meseta rodeada de montañas, y su clima es fresco y nuboso, sin nada de tropical. Esta supuesta “Bogotá” es en realidad México DF, con sus grandes extensiones de construcciones precarias color arena. No es la clase de viviendas que puede verse en Bogotá, en general más moderna y poblada de grandes edificios. Todo este comienzo le da a la película un aire de acción tipo El mariachi, con esos narcos malísimos, violentos y traicioneros que se agarran a los tiros en las insalubres y necesitadas calles. Ya estamos acostumbrados a que las ciudades latinoamericanas sean transformadas en villas criminales por el cine dominante –recordar al Uruguay presentado en la tristemente célebre Submerged, con Steven Seagal- y esto no sirve más que para reafirmar la falsa idea de que en Sudamérica campea la miseria y la violencia, y que aquí abajo se viven climas perpetuamente irrespirables.

Publicado en Brecha 2/12/2011