martes, 14 de diciembre de 2010

Enterrado (Buried, Rodrigo Cortés, 2010)

Seis pies abajo

El terreno estaba muy abonado: dejando de lado precedentes ancestrales como los cuentos El entierro prematuro, o Berenice de Poe, y un sinfín de anécdotas reales de asfixia, desesperación y cajones febrilmente rasguñados por dentro, desde poco tiempo a esta parte el cine ha dado algunos firmes ejemplos que precedieron e influyeron con claridad en Enterrado. Sin lugar a dudas, el segundo volumen de Kill Bill, en el que la protagonista era inmovilizada, colocada en un ataúd, confinada y enterrada, en una escena que tenía buenos tramos de oscuridad total y transmitía una claustrofobia insoportable. Más adelante, Tarantino redobló su apuesta en su brillante doble capítulo para la serie CSI Las Vegas, en el que uno de los integrantes del equipo de forenses era secuestrado y colocado bajo tierra, sin que él ni los de afuera supieran en qué sitio se encontraba. Y qué decir del indescriptible mediometraje Haze, de Shinya Tsukamoto, centrado en personajes sufrientes y prácticamente inmóviles que a duras penas podían arrastrarse dentro de recintos infames, cerrados, oscuros y laberínticos.
Pero Enterrado tiene una base fundamental que lo emparenta más fuertemente con los experimentos lúdicos que solía hacer Alfred Hitchcock, en los que al director inglés se le daba por ubicar una película entera sobre un bote a la deriva (Ocho a la deriva), o por filmar toda la acción en un único plano y sin más cortes que los impuestos por los cambios de rollo (La soga). Aquí la acción transcurre en su totalidad al interior del oscurísimo y sofocante ataúd, y el protagonista en principio dispone solamente de un celular, un yesquero, unos marcadores y un frasco con ansiolíticos. Más adelante descubrirá que hay otros objetos en el cajón, y que también podrán serle útiles.
La puesta en escena del director español Rodrigo Cortés es fenomenal. Aunque a muchos les cueste creerlo, la película no decae en ritmo en ningún momento, ya que ofrece una tensión constante fundamentalmente debido a la variedad de recursos que escasean y de los que depende la vida del personaje (el aire, la batería del celular, la iluminación, finalmente el frágil material del mismo ataúd) y elementos imprevistos que le complican aún más la existencia. La permanente variación de las tomas, la notable actuación de Ryan Reynolds, la brillante banda sonora de Víctor Reyes y la indignación general provocada por la flagrante injusticia de la situación proveen a la película de una atmósfera intensa, difícil de tragar para el que no esté preparado para tal experiencia.
El punto más cuestionable y polémico de la película es el hecho de que la acción esté situada en Irak, que el personaje sea un camionero norteamericano y que el responsable de su situación sea un (¿terrorista?) irakí resentido. Es verdad que la película intenta una crítica lateral a la guerra, a los negocios turbios de las empresas norteamericanas instaladas en Irak, y a la ética del gobierno. Pero no por ello deja de molestar que la víctima sea un norteamericano y el tipo jodido un irakí, y que la elección de semejante contexto huela tanto a oportunismo temático.

Publicado en Brecha el 15/12/2010

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