martes, 28 de abril de 2009

Las mejores películas (IX)

Una selección caótica. Para no perder la costumbre alguna asiática y un par de animaciones, más un par de veteranos maestros que envejecen mejor que los vinos, más un brutal documental, más un brutal casi-documental. Como siempre, van por orden de importancia, pero hasta las de más abajo son plenamente recomendables.

Still walking de Hirokazu Kore-eda (Japón).
Los miembros de un núcleo familiar disgregado vuelven a reunirse luego de un tiempo sin verse. En un registro parecido al de Ozu, el recambio generacional, el choque entre tradición y modernidad, las repercusiones de una muerte y el paso del tiempo filmados con inmensa sabiduría. Kore-eda se confirma como uno de los grandes directores de nuestros tiempos.

Find me guilty de Sidney Lumet (Estados Unidos, Alemania).
Lumet debe ser el maestro más infravalorado de hoy. Un juicio increíble, basado en hechos reales, pero enfocado desde una perspectiva en la que los roles tradicionales de buenos y malos se ven invertidos. Una peli imprescindible que, entre los tantos méritos que cabe achacarle, logró que me volviera fan de un actor que jamás habría imaginado sería de mi agrado: Vin Diesel.

Entre les murs de Laurent Cantet (Francia).
Las dificultades de ejercer el profesorado en un instituto de la banlieue parisina. Cantet muestra que no hay manera de trabajar allí sin enredarse en conflictos, darse de frente con sorpresivas adversidades o acabar perdiendo la paciencia. Un cuadro que envuelve al espectador en un ambiente de exclusión donde hasta la mejor voluntad puede verse oprimida y obstaculizada.

Gran Torino de Clint Eastwood (Estados Unidos, Australia).
¡¡¡Larguísima vida a Clint!!! Este tipo hace lo que se le da la gana. Qué capacidad para transmitir emociones, para lograr que uno se sumerja en su mundo, qué notable que haga que nos enamoremos de todos los personajes, incluyendo ese viejo xenófobo, nacionalista, conservador, fascista y antipático que interpreta. Para mí y la mayoría de los votantes de este blog, una película imperdible.

Beijing Bicycle de Wang Xiaoshuai (Francia, Taiwan, China).
La vida de dos adolescentes de clase media-baja gira en torno a un mismo objeto: la bicicleta del título. Ambos son capaces de matar por ella, para uno es la forma de ganarse la vida, para el otro, el medio para integrarse socialmente y ser reconocido. Wang muestra con acierto como las necesidades económicas pueden involucrar a gente común en inesperadas situaciones de violencia.

Mongol de Sergei Bodrov (Kasajistán, Rusia, Mongolia, Alemania).
Brutal primera parte de una trilogía sobre la vida de Genghis Khan. Aquí se hace el énfasis en su dura infancia y su juventud, en los largos períodos de encierro y esclavitud, en sus alianzas y en sus inquebrantables principios éticos. Una épica como dios manda, para que aprendan los Snyders, los Petersen y los Adamson a filmar enfrentamientos con verdadera fuerza cinematográfica y, de paso, a contar una historia.

Checkpoint de Yoav Shamir (Israel).
Después de ver este documental uno no se pregunta más por qué algunos palestinos se convierten en terroristas, sino por qué serán tan pocos los que lo hacen. Las cámaras se sitúan en los puestos de control instalados en territorio palestino, donde los soldados israelíes se dedican a joderles la vida a quienes quieren ir a trabajar, estudiar, visitar su familia o incluso casarse. Y ni quiero imaginarme lo que hacen los israelíes cuando no tienen cámaras filmándolos.

Los paranoicos de Gabriel Medina (Argentina).
Hendler interpreta a un loco remachado y antisocial. La llegada de un viejo “amigo” de España sirve como pretexto para que en su vida se vayan dando algunos quiebres, y se le presenten ciertas oportunidades de alcanzar la estabilidad. Una película que habla, más que nada, de no venderse y de seguir los dictados del alma.

Coraline de Henry Selick (Estados Unidos).
Una animación en stop motion en la que una niña va a parar a un mundo de fantasía colmado de tentaciones, pero que asimismo esconde imágenes de pesadilla y siniestros propósitos. Un despliegue visual impactante que si bien no puede compararse con los de Miyazaki, levanta vuelo y ofrece algunas escenas notables, como las varias desintegraciones del entorno, o esa caída final en una gran tela de araña.

Princess de Anders Morgenthaler (Dinamarca, Alemania).
Otra exploración de nuevos terrenos en materia de animación. Un desquiciado sacerdote emprende una sangrientísima cruzada contra unos mercaderes del porno, que abusaron de su sobrina de cinco años y “pervirtieron” a su fallecida hermana. No es que sea algo excepcional, pero como ejercicio de género funciona y muy bien.

viernes, 24 de abril de 2009

Watchmen (Zack Snyder, 2009)

Gracia involuntaria


Que el director Zack Snyder no es un hombre de demasiadas luces es algo que quedó claro cuando lanzó 300, una epopeya tan espectacular y ostentosa como irresponsable, un despliegue de testosterona enaltecedor de la guerra, el nacionalismo y el triunfalismo. Dejar a cargo del mismo cineasta la adaptación de un comic sustancioso y rico en lecturas como Watchmen quizá haya sido la forma más directa y flagrante de destruir toda la complejidad de la obra. Alan Moore, su creador, ha dicho que por cuestiones de salud mental prefiere no saber nada de la película, y que Snyder en su adaptación de 300 ya había acrecentado los peores defectos de la novela gráfica original, volviendo la historia más racista, homofóbica y por sobre todo, soberanamente estúpida.
La película Watchmen es entonces una adaptación que, quizá para no despertar quejas de los fans, recoge con fidelidad la sucesión de hechos presentados en el comic y se cuida de intercalar prolongadas escenas de acción, mucha sangre y algo de sexo con los abundantes y sobrecargados diálogos. El resultado es una obra bizarrísima, probablemente la película de superhéroes más violenta que se haya filmado jamás. Se alternan tramos muy bien logrados -hay unos veinte minutos en una cárcel que son tensos, grotescos y grandiosos- con otros que son de lo más ridículo que ha podido verse en años -hay una escena de sexo entre superhéroes, con la canción “Hallelujah” de Leonard Cohen de fondo, que hay que verla para creerla-. Quizá el superhéroe más atrayente que ha dado la pantalla grande, el antisocial Roschach (interpretado brillantemente por Jackie Earle Haley) convive con uno de los villanos menos carismáticos (Matthew Goode, un grueso error de casting).
La historia relatada en Watchmen es una ucronía, lo cual significa que transcurre en un mundo alternativo que se desarrolla a partir de un punto en el pasado distinto al ocurrido históricamente. Aquí la diferencia es la existencia de superhéroes, y en especial la de uno particularmente poderoso: el Dr. Manhattan. Alineado con los Estados Unidos, logra el triunfo en Vietnam, generando una sucesión de eventos desafortunados: el movimiento hippie es segado a balazos, Nixon es reelecto cinco veces y la guerra fría se agudiza al punto de que en los años ochenta la destrucción total del planeta parece inevitable.
Si bien la trama resiste habilmente a interpretaciones ideológicas simplistas, eso es un mérito de la historia original. Como no podía ser de otra forma, Snyder estetiza y enaltece la escena en las que los vietnamitas son arrasados, y utiliza como fondo musical “La cabalgata de las Valquirias” de Wagner. Una toma que parece exorcizar las frustraciones del estadounidense derrotado, y que es otro ejemplo del peligroso vacío moral del director.
Pero pese a lo que pueda parecer, los 164 minutos que dura la película se pasan rápido, en parte porque las peores partes son tan terribles que hasta resultan graciosas. Watchmen reúne todas las características necesarias para convertirse en una obra de culto, y mal que pese, Snyder logra su objetivo primario: entretener.

Publicado en Brecha 24/5/2009

domingo, 19 de abril de 2009

Still walking (Hirokazu Kore-eda, 2008) y Aquiles y la tortuga (Takeshi Kitano, 2008)

Destellos japoneses

El cine del director Hirokazu Kore-eda es en apariencia calmo y sutil, de aproximación discreta y casi casual a ciertos grupos humanos y sus comportamientos. Pero tras internarse en sus cuadros cotidianos uno comprende que escapan por completo a lo ordinario, y que donde en principio pareciera que no ocurre nada relevante pueden estar diciéndose muchísimas cosas. Kore-eda no es en absoluto proclive a temáticas pueriles o insustanciales, y en Todavía caminando confirma una vez más su capacidad para exponer y radiografiar aspectos de una sociedad entera, los problemas de comunicación y los choques intergeneracionales, así como algunas penurias, mezquindades y contradicciones humanas, de las que nadie podría decir que esté completamente libre. Otra vez el director aborda como temática central la muerte, pero sobre todo su huella entre los vivos; la muerte como estigma, como ausencia incurable, como vacío; la muerte como lastre irremovible, como disparador de recuerdos, como detonante de culpas.
Por su parte Kitano ha hecho recientemente un quiebre en su obra, abandonando temporalmente los géneros para volcarse a un cine excesivo, multicolor y casi caótico, que bordea permanentemente el kitsch, cuando no se hunde directamente en él. Aquiles y la tortuga es una película sosegada y medida en comparación con sus últimas dos obras, pero no por ello menos sentida o intensa. Es cierto que puede echarse en falta aquel Kitano serio y solemne de Flores de fuego o Dolls; no en vano las mejores películas de su carrera. Pero aunque quizá el director no se encuentre en el mejor de sus momentos, Aquiles y la tortuga es una muestra de su indiscutible talento, una obra no exenta de agudas reflexiones sobre el mundo del arte y los seres que lo habitan.

Todavía caminando: la familia japonesa bajo la lupa. Dos hermanos adultos van con sus respectivas familias a visitar la casa de sus ancianos padres. La película se centra en 24 horas de la vida de un viejo núcleo familiar disgregado, que se reúne después de un tiempo sin verse para conmemorar el decimoquinto aniversario de la muerte del tercero de los hermanos. Desde un comienzo Ryota (Hiroshi Abe) el hijo mayor, pretende inventar excusas para evitar encontrarse con sus padres, señal de que su relación con ellos es tirante y conflictiva. Conforme avanza la película el espectador se dará cuenta de que Ryota tenía sus buenas razones; al menos tres. La principal de ellas, que se encuentra desempleado y que la orientación laboral que eligió -restaurador de obras artísticas- no le está rindiendo frutos. Aún contando con más de cuarenta años, le pesa la autoridad de su padre Kyohei (Yoshio Harada, un legendario actor que trabajó en más de 100 películas) quien pretendió imponerle la medicina desde pequeño, para que heredara su clínica.

En una película de Mike Leigh los conflictos saldrían a flote con gritos y llantos catárticos, pero en la familia japonesa las verdades suelen aflorar mediante sarcasmos, punzantes ironías, soterradas crueldades. En pequeños detalles pueden leerse resentimientos subyacentes y también gracias a los niños, que oportunamente dicen lo que los mayores callan. Kyohei, ahora jubilado, se presenta sólo para comer, y puede notarse que no soporta estar mucho en su casa, acostumbrado como estaba a ausentarse durante largas jornadas laborales. Es así que al viejo se lo ve incómodo, malhumorado, como en un impasse perpetuo, sin saber bien que hacer con su tiempo, queriendo evitar a su familia y a la vez verlos un poco, aunque quizá sólo lo indispensable. Su esposa, una veterana ama de casa (Kirin Kiki) se muestra como depositaria de agudos resentimientos, y en su rostro trae marcados los zurcos de profundos dolores. Por debajo de las buenas maneras, de su calidez y del agasajo gastronómico deja escapar ácidos ponzoñosos, inyectados con perspicacia en medio de charlas casuales. Es ella quien dejará escapar el indicio de las frustraciones y decepciones de su matrimonio, y su canción favorita, de ocultos significados, es la que le da el nombre a la película. Quizá los jóvenes no sean mejores, pero Kore-eda centra su austera aproximación en la pareja de ancianos, volviéndolos al mismo tiempo reprobables y entrañables.
El poder de sugerencia de la película es excepcional. Cada escena agrega sutilmente información, el cuadro general nunca se presenta del todo digerido y es el espectador el que va descubriendo los vínculos familiares, las motivaciones personales, las inquietudes de cada uno de los personajes implicados. Una escena cercana al final puede referir a una charla aparentemente insustancial que hubo al principio de la película, resignificándola. Un diálogo muestra inicialmente que uno de los niños considera ridículo que exista vida después de la muerte, y en otra escena más adelante lo podemos ver con la vista fija en una tumba, observando a la anciana en un ritual de ofrenda de agua y flores a su hijo muerto. Aunque el niño no diga nada, el espectador atento podrá leer su descreimiento y apatía.
Gracias a la experiencia que tuvo el director en su insuperable Nadie sabe, por la que trabajó durante casi un año filmando niños con aproximación casi documental, aquí supo elaborar un plan de filmación en el que los niños no tenían que seguir lineamientos ni un guión específico, logrando que parezcan sumidos en sus juegos o en sus cavilaciones, como si los equipos de filmación no existieran. La dirección de actores es por su parte magnífica, generando una ilusión de naturalidad absoluta. Se denota además un cuidado puntilloso por la dirección artística y especialmente por los objetos distribuidos en las diferentes habitaciones de la casa, reveladores de la forma de vida de los padres, elocuentes de su indeleble reverencia hacia el difunto.
Como el maestro Yasujiro Ozu, Kore-eda filma el recambio generacional, el choque entre tradición y modernidad, el transcurrir del tiempo y sus implacables estragos en el hombre. Pocos cineastas podían pergeñar una aproximación a nuestra época tan profunda y agradable, una obra que invita al espectador a formar parte activa y fluir junto a ella en dos horas que, bien encaradas, se pasan volando.

Aquiles y la tortuga: el artista y sus pormenores. Takeshi Kitano es el artista multifacético por excelencia, ya que además de ser cineasta es productor, actor, pintor, comediante, escritor, poeta, músico, bailarín de tap, conductor de programas para televisión y diseñador de videojuegos. Antes, cuando todavía no era un personaje público, fue mozo en un café, reponedor de supermercado, ascensorista, conductor de taxis, y hasta trabajó en un bar de striptease frecuentado por yakuzas. Aquiles y la tortuga es la tercera parte de lo que puede definirse como una trilogía autorreferencial y autocrítica de Kitano, compuesta además por las fellinianas Takeshis (2005) y Glory to the filmmaker! (2007), en la que se distancia enormemente de su obra anterior, sobre todo por desligarse de la violenta tonalidad de casi todos sus filmes precedentes. En Takeshis exploraba su faceta como comediante -debe recordarse que Kitano ya era un personaje popular de la televisión antes de volcarse al cine- y en Glory... la de cineasta, aunque allí se presenta como un sujeto que, obsesionado por alcanzar el éxito, entrega un fracaso comercial tras otro. En Aquiles y la tortuga le tocó el turno a su faceta como pintor. Hijo de un pintor de brocha gorda alcohólico, Kitano se desempeñó desde pequeño en ese terreno artístico, rasgo que puede verse reflejado en la composición plástica de la mayoría de sus películas. Cuando en 1993 sufrió un accidente de motocicleta que le llevó al coma por varios días y le dejó la mitad de la cara paralizada se volcó de lleno a la pintura, circunstancia similar a la que atraviesa un personaje secundario en Flores de fuego.

En Aquiles y la tortuga se cuenta la historia, como en un biopic, de un artista que desde pequeño atraviesa todo tipo de penurias, manteniéndose siempre firme en su persistencia de pintar y ser reconocido. Aunque el registro de esta película se distancia de las dos últimas porque el director retoma luego de años una narrativa calma, clásica y lineal, la tonalidad estética y genérica es cambiante y absolutamente atípica. A un trágico comienzo dickensiano centrado en la infancia del pintor le sigue un período de juventud repleto de hilarantes elementos de comedia, y los tramos finales, sin perder del todo el tono burlesco, se adentran en un intenso dramatismo. La película comienza con una preponderancia de tonalidades ocres y sepias, y a medida que avanza la gama de colores se va ensanchando. Los tramos finales, precisamente los más amargos y dramáticos, están dominados por colores vivos y chillones.
Es por todo esto que quizá cueste un poco tomarse a Aquiles y la tortuga muy en serio. El director a dicho en una ocasión que su cine “es una maravillosa caja de juguetes con la que juego”, y por momentos podría sospecharse que toda la película no fuera más que una gran tomadura de pelo y que Kitano se burlara a carcajadas del extremo patetismo al que expone a su personaje. Pero si hay algo que no puede criticársele al director es el filmar a medias tintas, y tampoco podría tomarse a la ligera su nihilismo rasante y corrosivo a la hora de echar por tierra el mundillo del arte, las modas y las tendencias pasajeras y la ridícula y caprichosa forma en que algunos mercaderes determinan el éxito o el fracaso de un artista.

Aquiles y la tortuga no sólo es una reflexión sobre el mundo de la pintura, sino sobre el arte en general. La paradoja de Zenón en la que Aquiles nunca llega a alcanzar a la tortuga por más que corra mucho más rápido que ella permite múltiples lecturas. Como en su Glory... el protagonista aspira a alcanzar el éxito, y cuánto más se esfuerza su fracaso es mayor. También puede pensarse que lo que persigue es su identidad y su plenitud artística, sólo pudiendo conseguirlo al cambiar su objetivo y la perspectiva. Asimismo, los dos integrantes de la pareja protagonista pueden verse como los personajes de la parábola, quienes sólo podrían unirse verdaderamente luego de haber atravesado un arduo e intrincado camino.
“Ser famoso no tiene nada que ver con el talento” dice un personaje en un momento crucial, resumiendo uno de los postulados de la película. Kitano es testigo de esa realidad por su experiencia en el mundo televisivo, por haber obtenido mayor éxito como conductor de programas de entretenimientos que como cineasta. Aquiles y la tortuga es una queja, una sangrienta ironía a la arbitrariedad y la farsa del éxito popular, y al cúmulo de injusticias que trae aparejado.

Publicado en Brecha 17/4/2009

viernes, 17 de abril de 2009

Monstruos vs aliens (Monsters vs aliens, Rob Letterman, Conrad Vernon, 2009)

Grande y obediente


La anécdota de Monstruos vs. aliens parecería sacada de las kaiju-eiga, películas japonesas de monstruos de los años sesenta (Godzilla, Mothra) en las que lagartos o insectos gigantes derruían ciudades enteras, o se peleaban entre sí rodeados de increíbles maquetas de cartón-piedra. Una indestructible amenaza alienígena -no alien, como tradujeron en el título en español- lleva al gobierno de Estados Unidos a liberar uno de sus expedientes X mejor escondidos, un puñado de monstruos temibles para hacer frente al invasor.
Quizá las mejores características de esta película son las de haber creado un universo atractivo, aplicando las posibilidades ilimitadas de la animación a un género que se veía un tanto acotado por la acción real -Dreamworks ya lo había hecho con el cine de artes marciales en Kung-fu panda- así como esbozar personajes que, si bien no son demasiado sustanciosos, atraen por sus características particulares: una mujer gigante inspirada en El ataque de la mujer de 50 pies, un ser acuático medio mono y medio pez tomado de El monstruo de la laguna, un científico-cucaracha que mutó de igual manera que el protagonista de La mosca, una larva gigante que recuerda a Mothra, y una gelatina viviente, resultado del cruce entre un tomate transgénico y un postre, que es como La mancha voraz pero un poco más simpática.
Monstruos versus aliens tiene el mérito de ser perfectamente coherente en varias de sus reglas internas, por ejemplo en las proporciones de sus personajes. Uno de los monstruos más pequeños es capaz de levantar un auto y engullirlo, y el lineamiento traslada la totalidad de la acción a una escala colosal y extraordinaria. Si bien la protagonista es una mujer gigante, asimismo existen otras criaturas que desde su propia perspectiva son inmensos. La enormidad se impone y lleva a la película a una dimensión fantástica irresistible, donde se logran brillantes escenas de acción, como la persecución en la ciudad o una imponente lucha en el puente Golden Gate. Una despojada escena de vuelo demuestra, como pocas, la madurez formal que está alcanzando la empresa Dreamworks en materia de animación.
Si como entretenimiento la película funciona, resulta sin embargo muy curiosa la aproximación que en ella se hace a algunos temas. Es deliberado el papel activo y heroico que se le da a la protagonista, pasando de ser una chica-objeto pendiente de su exitoso marido a una mujer que se preocupa por los suyos y por la gente y lucha por defenderlos. Esa intencionalidad de proponer caracteres femeninos fuertes se reafirma en la hilarante escena en que una pareja en un auto tiene completamente invertidos los comportamientos prototípicos. Pero lo que llama la atención es la absoluta falta de oposición o resistencia de parte de la protagonista respecto a la decisión gubernamental de aislarla, recluirla, y utilizarla finalmente como carne de cañón. Hasta ella misma termina asumiendo su nombre de reclusa, Ginórmica, como una muestra final de afirmación personal. Libertad, sí, pero siempre dentro de las limitaciones impuestas.

Publicado en Brecha 17/4/2009

miércoles, 8 de abril de 2009

Vibrator (Ryuichi Hiroki, 2003)

Dos y el camino


Rei (Shinobu Terajima) es periodista, sufre de bulimia y anorexia al mismo tiempo -lo que quiere decir que se mata de hambre, luego se tapa de comida y vomita- no puede dormir porque siente voces en su cabeza y para silenciarlas bebe alcohol en grandes cantidades. Al comienzo de la película conoce casualmente a Takatoshi (Nao Omori) camionero, ex yakuza y ex proxeneta, quien, entre los múltiples transportes que realiza, traslada heroína hacia distintas ciudades. Se deja en claro la brecha cultural que existe entre los dos; la idea de que pertenecen a mundos opuestos e incompatibles. Pero el sexo los unifica y Rei le pide a Takatoshi que la lleve consigo en su camión, despegando así este brillante relato.
Al comienzo todo es intensidad, pasión, energía. La alegre banda sonora y una hermosa fotografía auguran una road movie apacible y risueña. Pero al rato comienzan a surgir las dudas. La felicidad más pura presenta un reverso terrible en las relaciones que se intuyen transitorias: la inminencia de la separación, el tener que afrontar más adelante la soledad, el rechazo o la indiferencia, el golpearse de frente con la propia vulnerabilidad. Vibrator es una película tan ciclotímica como su protagonista, y lo que parecía una luminosa amalgama de sentimientos pronto dejará asomar facetas terribles. El director Ryuichi Hiroki expone como un amor profundo puede unir a dos personas o separarlas de acuerdo a las circunstancias. Aunque hermosa, la relación entre Takatoshi y Rei parece condenada.
Hiroki utiliza un recurso sumamente novedoso que consiste en expresar los pensamientos de la protagonista desde una voz en off: “quiero tocar a alguien” y otros, más íntimos aún, en intertítulos que aparecen circunstancialmente, insertos en un fondo negro: “claro que quiero beber, sobria no valgo nada” o, en medio de una escena de sexo, un ominoso “tengo un nudo en la garganta, igual que cuando vomito”. Esta aproximación, en la que se expresan varios niveles de conciencia, lleva al espectador a un extraño voyeurismo, y le permite introducirse hasta lo más recóndito de la psiquis de la protagonista.
Como Takashi Miike, Hideo Nakata, Kiyoshi Kurosawa y otros tantos cineastas japoneses cercanos a su edad, Hiroki comenzó su carrera filmando películas pinku-eiga (o porno soft), género popular al que muchos aprendices de cineasta veían como vehículo para acceder a la industria. Incluso llegó a filmar películas gay y hasta sadomasoquistas, logrando con los años ir abandonando el género e ir depositando una creciente marca autoral en sus obras. Hoy sus películas se caracterizan por dejar un sabor agridulce, por alternar momentos vitales y agradables con picos de dramatismo. Su mayor fuerte es el delineamiento de caracteres femeninos excéntricos o psicológicamente inestables, respetando su complejidad, logrando que se vuelvan sumamente queribles y presentando aspectos en los que cualquiera podría verse reflejado. Son mujeres que suelen desplegar su sexualidad en forma madura, sin autoimponerse culpas, aprendiendo de sus experiencias, creciendo a partir de ellas.
El paso de Hiroki por el pinku eiga deja claras huellas en Vibrator. Las escenas de sexo se prolongan mucho más de lo que uno está acostumbrado a ver en el cine, están filmadas desde una cercanía atípica (sin ser nunca explícitas) y son sumamente elocuentes sobre el estado anímico de los personajes. Los gestos durante el acto sexual, lo que ellos se dicen, la forma de escrutarse, son herramientas que Hiroki utiliza dando inmensas muestras de sabiduría expresiva.
El “Vibrador” del título puede leerse de varias maneras. El celular de Rei vibra a la altura de su corazón, justo en el momento en que Takatoshi la toca por primera vez. La carcasa del camión es un gran vibrador que contiene y representa un universo llamativo, disparador de fantasías. Y vistas en perspectiva, ciertas relaciones afectivas, inconsistentes y efímeras, pueden percibirse como simples vibradores utilizados para satisfacer necesidades inmediatas, como vehículos para zafar del tedio, de la febril alienación y de la atroz disgregación social.


Publicado en Brecha 8/4/2008

martes, 7 de abril de 2009

Los paranoicos (Gabriel Medina, 2008)

El otro Medina


Luciano Gauna (Daniel Hendler) es un tipo singular. Pasa el día inquieto, evita conocer gente, se alarma por situaciones que practicamente no presentan riesgos reales (su preservativo podría haberse rajado en un encuentro ocasional, dice a un médico), se queda dormido en extrañas circunstancias, toma fármacos a diario y hasta explota en impredecibles y desmedidos arrebatos de furia. Cuando habla con alguien evita mirarlo a los ojos, y su voz es siempre entrecortada, insegura. Carece de una relación estable –“a vos te parece que pueda tener novia” dice un amigo suyo, a sus espaldas– y su trabajo animando fiestas infantiles no le agrada, o por lo menos evita hablar de él cuando le preguntan al respecto. Luciano es la clase de persona con la que resultaría difícil convivir.
Contrariamente a la forma en que las películas tienden a mostrar ciertos trastornos -recordar por ejemplo el personaje de Jack Nicholson en Mejor imposible, que exponía un compendio de síntomas como si fuera un manual de psicología para estudiantes- el director debutante Gabriel Medina no hace demasiado incapié en la patología, y ante todo se preocupa en trazar un personaje complejo y atribulado, preso de si mismo, cuyas limitaciones llaman indefectiblemente a la adhesión. Hendler –ya un merecido ícono del cine argentino de la última década– le aporta credibilidad y cercanía a un personaje de los que muchos preferirían mantenerse distantes.
Luciano descubre un hecho desagradable. Su amigo Manuel, radicado desde hace un par de años en España, utilizó sin su permiso su nombre y su apellido para bautizar al personaje de una exitosa serie: “Los paranoicos”. Para colmo, el Luciano de la serie se revela como un miserable y un perdedor, lo que demuestra la hipocresía y la falsa estima de Manuel. Un hecho curioso es que Gabriel Medina es amigo de Damián Szifrón, director de la serie Los simuladores, y éste a su vez nombró a uno de sus personajes como Gabriel Medina. Claro que desde que Los paranoicos entró en circulación el propio Medina (el real, no el personaje) se apresuró a desmentir que la película reflejara alguna hostilidad hacia Szifrón, aunque sí reconoció en reiteradas ocasiones que Luciano Gauna tiene mucho de álter ego.
A medio camino entre la comedia y el drama psicológico, dotado de un ímpetu y una banda sonora espirituosa, Los paranoicos puede tener algunas de las carencias típicas de las operas primas –en determinado momento se oye en la tele una infortunada voz que con claridad es la de un argentino tratando de emular el acento español– pero asimismo está brillantemente actuada, plantea una anécdota inteligente y atractiva y desborda una energía vital y un interés personal por contar una historia que la vuelven una experiencia única, un soplo de aire fresco dentro del actual panorama argentino. Y al igual que Burman en El abrazo partido, Medina supo aprovechar el inmenso poderío cinematográfico que implica filmar la fuerza cinética de Hendler corriendo a toda velocidad, en otro final grandioso, emotivo y liberador.

Publicado en Brecha 8/3/2009

jueves, 2 de abril de 2009

California dreamin' (Nesfarsit, Cristian Nemescu, 2007)

Fuck USA


La historia de esta película es también la triste historia del fin de su director, Cristian Nemescu. Con sólo veintisiete años, Nemescu viajaba por las calles de Bucarest en un taxi en dirección a los estudios de producción, cuando un borracho que manejaba un Porsche Cayenne a 113 kilómetros por hora se saltó un semáforo en rojo, impactando contra el taxi, que sólo iba a 42 kilómetros por hora. El accidente segó la vida de Nemescu, y California Dreamin' no pudo terminar de ser editada por su director. La película finalmente se presentó con pocos agregados de edición, durando casi tres horas, y el título que originalmente se le colocó fue Nesfarsit, que significa “inacabada”. Por esta razón es comprensible que pueda hacerse un poco larga y que quizá deje la sensación de que le sobra alguna escena. De todos modos, su extensión apenas se siente, y vale la pena verla aunque sea para comprobar que la muerte de Nemescu es una de las más lamentables pérdidas que el cine europeo ha sufrido en los últimos años.
La película no parece acercarse tanto al cine rumano conocido, aunque quizá sí un poco a Como celebré el fin del mundo por su tonalidad tragicómica y su abordaje casi coral a la dinámica en un pueblo cercano a Bucarest. Pero parece tener más puntos de encuentro con el cine de Kusturica y hasta con el Berlanga de Bienvenido Mr. Marshall. La acción se sitúa en 1999; un tren de la OTAN cargado de soldados norteamericanos y equipamento secreto se dirige a Serbia a través de la llanura rumana, hasta que en un pueblo perdido un jefe de estación le impide continuar, con la excusa de que no tiene los papeles de la aduana en regla. Cuando el pétreo y amenazador capitán a cargo se le enfrenta aduciendo que viene con órdenes del gobierno de Estados Unidos y permiso de Bucarest, el jefe de estación le replica: “fuck USA, fuck NATO, fuck Bill Clinton!” y agrega en rumano: “y que se jodan todos en Bucarest, esta es mi estación”. La película demostrará más adelante que la impasibilidad burocrática del hombre está justificada con razones de peso.
Dotada de un humor casi perverso, California dreamin' se regodea con el choque cultural entre norteamericanos y lugareños, la ridícula forma en que la comunidad intenta agasajar a los soldados para que inviertan en su pueblo, y el contraste entre la ácida mirada de un veterano que pasó su vida bajo el régimen de Ceaucescu y el entusiasmo de una juventud carente de referentes ideológicos heredados. En definitiva, otra joyita del impagable cine rumano.

Publicado en Brecha 8/4/2009

[Rec] (Jaume Balagueró, Paco Plaza, 2007)

El infierno


“Esperemos que esta noche sí pase algo emocionante” dice Ángela, conductora del programa nocturno “Mientras usted duerme” con ese espíritu carroñero de los peores movileros televisivos. El cuartel de bomberos que le tocó cubrir pinta ser aburrido y rutinario, los mismos bomberos le avisan que normalmente pasan noches tranquilas, sin más trabajo que frenar alguna pérdida de agua o rescatar mascotas. Para alegría de la conductora, suena la alarma y salen ella, el cameraman y los bomberos a un edificio donde los vecinos denuncian escuchar gritos espantosos que llegan del último piso. Pero al poco tiempo los ánimos sensacionalistas desaparecerán: en el edificio se esconden varios zombies hambrientos de carne humana, y las autoridades clausuran las salidas para que la plaga no se extienda, recluyendo a los residentes.
[Rec] es una pesadilla. Una inmersión claustrofóbica en un ambiente donde la histeria colectiva desborda y los vecinos dejan asomar sus facetas más egoístas. Asimismo, la película no evita las situaciones grotescas ni los excesos gore, convirtiéndose en un recorrido de atmósferas opresivas y tensión creciente. Filmada desde una cámara al hombro subjetiva, alcanza planos secuencia brillantemente orquestados, gracias a los cuales se logra tener conocimiento de la distribución espacial del edificio y los variopintos personajes que lo habitan. La eventual oscuridad y los claroscuros funcionan como llamadores del suspenso, y la cámara colocada en ángulos oblicuos muestra parcialmente cuadros desagradables, generadores de horror e incomodidad. Breves momentos de distensión e incluso alguna situación hilarante ayuda a que los climas no se vuelvan abrumadores.
A diferencia de otras películas de terror filmadas con cámaras subjetivas y pretensiones de realismo (El proyecto Blair Witch, Cloverfield, El diario de los muertos) [Rec] es la única en la que se justifica que el cameraman, pese a los riesgos que corre, siga filmando. Primero por la consabida cuestión sensacionalista, luego para poder denunciar la injusticia a la que quedan expuestos, más adelante para poder iluminar (la cámara llega a ser la única fuente de luz en determinado momento) y finalmente para poder ver algo en un desenlace que es cumbre del desasosiego. [Rec] es una experiencia intensa, y una de las mejores películas de terror de los últimos tiempos.


Publicado en Brecha el 3/3/2009

miércoles, 1 de abril de 2009

Un lastre inmemorial


Muchos de los cuentos de hadas más difundidos hoy en día son versiones light, rebajadas de los contenidos sexuales o de truculencia extrema que existían en los relatos de tradición oral en los que se basan. Una de las más interesantes de las versiones originales es una de Caperucita Roja, en la que el lobo disfrazado le ofrecía de comer a la niña carne y sangre de su abuela recién descuartizada, y ella la aceptaba crédulamente. Además, el intrépido lobo le pedía que se sacara la ropa y se metiera en la cama con él, donde finalmente la devoraba.
Aún en la versión escrita de los hermanos Grimm de Blancanieves quedó intocado el castigo medieval que le era impuesto a la bruja, por el cual le colocaban un par de zapatos de hierro candente y le obligaban a pararse en ellos frente a Blancanieves, haciéndole “bailar” hasta caer muerta. El final de La sirenita, lejos de ser feliz, culminaba en el suicidio de la protagonista, y qué decir de La bella durmiente, a la que el príncipe, ardido en lujuria, no la arribaba precisamente para darle un beso de amor. Las versiones que hoy se difunden suelen ser más digeribles, y sin duda mucho más aptas.
Los cuentos infantiles dejan ver enseñanzas concretas que sin ser explícitas se desprenden fácilmente, y pueden ser leídas como advertencias morales orientadas al buen comportamiento de los niños. Es un ejercicio sencillo que permite delucidar ciertos valores reproducidos dentro de esas historias, en muchos casos originarios de tiempos ancestrales.
Caperucita Roja expone el peligro de hablar con extraños, Blancanieves y Hansel y Gretel que no es conveniente aceptar regalos de desconocidos, Pinocho muestra que no se debe mentir y que conviene portarse bien (recuérdese el detalle de las orejas de burro). Pero hay cuentos que inquietan especialmente en este sentido, que gozan de inmensa popularidad entre las niñas pequeñas y que ocupan un espacio sustancial en el acervo cultural occidental, en buena parte gracias a las versiones que Disney elaboró de ellas. Se trata de un tríptico de princesas: Blancanieves, Cenicienta y La bella durmiente.
En los tres casos, las protagonistas se distinguen por su especial inactividad, por no tomar decisiones por sí mismas. Son personajes cuyo principal atributo es su belleza y su “gracia”, que no se entiende bien qué es. Estos relatos dejan traslucir sus costados “moralizantes” en términos de contención, por no hablar directamente de enclaustramiento. Encierro físico pero sobre todo mental, reproducido socialmente por generaciones durante siglos. El paradigma es Cenicienta, una joven explotada por su madrastra que en ningún momento se plantea revelarse contra la autoridad, que lejos de eso, su accionar se reduce a acatar y esperar. Su don principal es la paciencia, aguardar por la llegada de un hada que la separe de sus problemas, y por el príncipe, que además la elegirá de entre una multitud de mujeres. Cenicienta reproduce valores funcionales a un orden social de antaño que impone la castidad, por el cual las mujeres se someten, no cuestionan las arbitrariedades y, por supuesto, no salen al cruce en pos de su felicidad.
Bruno Bettelheim señala que Cenicienta puede asociarse con las Virgenes Vestales de los primeros tiempos de la Antigua Roma, quienes cumplían una función aristocrática de cuidar el fuego sagrado (de allí las cenizas a las que haría alusión su nombre) y debían conservar su pureza por largos períodos de tiempo -el servicio podía durar 30 años- antes de poder casarse.
Partiendo de la base y acordando con las premisas de Bettelheim de que los cuentos son piedras angulares importantísimas para el desarrollo emocional e intelectual de los niños, sí cabe cuestionarse cómo cuadran esos valores ancestrales en el mundo occidental actual, cuántos de estos principios obsoletos de contención y castidad son reproducidos hoy en día y, por sobre todo, cúales son reforzados por cada uno de nosotros en nuestra vida cotidiana. Es difícil encontrar una niña pequeña de entre tres y ocho años que no juegue a ser una de las princesas señaladas, y esto no se debe solamente al poderoso atractivo de los relatos, sino a la reproducción de muchos de los conceptos dentro de su grupo familiar, así como por otros agentes socializadores (escuela, televisión, grupo de pares).
Es muy improbable en la vida real la llegada milagrosa de un príncipe azul, y ni que hablar del “felices por siempre’’; el choque del ensueño con el mundo terrenal genera frustración y sufrimiento, quizá la sensación de no-realización en una mujer. Por eso es crucial cuestionarse si esa inercia ancestral continúa siendo reproducida por nosotros mismos, si consciente o inconscientemente volcamos esos conceptos en nuestras hijas en un afán de contención, y si el sustantivo “princesa” trae en nuestros labios una connotación elogiosa o indirectamente lacerante.


En un estudio reciente de la Universidad Heriot-Watt de Edimburgo se tomó un paquete de cuarenta películas románticas lanzadas por Hollywood entre 1995 y 2005, analizándolas en detalle y focalizando la atención en cómo están presentadas en ellas las relaciones de pareja, su interacción, las formas de enamoramiento y seducción. Se extrajo un listado con una buena cantidad de nexos y de lugares comunes presentes en esas películas. Se señala, por ejemplo, que en los 84 casos en que un personaje toma la iniciativa para iniciar relaciones, 63 veces son hombres. Los personajes solteros son presentados en su totalidad en forma negativa, son pintados como seres solitarios y miserables, e incluso en dos películas en especial -Divinas tentaciones y Retrato perfecto- se sugiere que la soltería puede afectar la progresión profesional. Uno de los tópicos más repetidos es el enamoramiento mágico, a simple vista, muchas veces reforzado con una comunicación fluida e inmediata, y también la idea de “almas gemelas”, unidas por el destino.
El estudio afirma que los espectadores asiduos a este tipo de películas son más proclives a creer en el material ficticio presentado, y muestran menor distancia crítica que los consumidores de otros géneros. Las comedias románticas no suelen estar ubicadas en un espacio distante sino en uno realista y actual, y por ello son frecuentemente utilizadas como reflejo en donde el espectador compara su propia existencia.
Los psicólogos Bjarne Holmes y Kimberley Johnson, directores del trabajo, afirman que los usuarios tipo de esta clase de comedias suelen colocar el listón muy alto en sus expectativas, frustrándose en sus aspiraciones y no logrando una comunicación eficaz con sus parejas. Explican que muchos asesores matrimoniales asisten frecuentemente a personas que acuden con interpretaciones idealizadas de lo que deberían ser las relaciones románticas, y que la comunicación fluida, la comprensión y el compromiso profundo suele tardar años en consolidarse en lugar de surgir espontáneamente.
Cuando las expectativas se amontonan y se tornan específicas no hay especímen humano que pueda colmarlas. Los estándares estéticos dominantes cada día estrechan más sus márgenes, sumergiendo a la amplia mayoría de los integrantes de este mundo en la fealdad. Medir el éxito, la belleza, el desempeño sexual, la comprensión y la tolerancia, las debilidades, la compatibilidad con la otra persona es natural, pero muchos individuos pretenciosos en este sentido no pasarían un examen de similar magnitud por parte de otro. El resultado: más frustración, más sufrimiento, otra vez la sensación de no poder realizarse. El sexo más vulnerable en este sentido vuelve a ser el femenino, por ser el más presionado por parámetros estéticos y por estar implacablemente acotado por el tiempo.


Las comedias románticas suelen ser extensiones adultas de los cuentos de princesas. Cuanto menos arraigado tenga una mujer el verso del principe azul, cuanto menos crea en ese vivir feliz por siempre, cuanto menos desmedidas sean sus pretensiones afectivas, cuanto menos asuma un rol pasivo para iniciar una relación y más salga al cruce para obtener lo que desea, mayores serán sus posibilidades de congraciarse consigo. Los lastres culturales pesan, y muchas suelen desprenderse de ellos tardíamente.
Mientras tanto, sepan comprender que me entristezca un poco cada vez que mi hija pequeña dice ser la bella durmiente, y que me colme de orgullo cada vez que juega a ser “tigresa” de Kung-fu panda.

Publicado en Brecha el 27/3/2009